Hace poco recibí una llamada telefónica del licenciado Rafael Martínez Morales desde la Ciudad de México. El eufónico vocativo alertó mis neuronas, mas no atiné a identificarlo. Mejor pregunté y me respondió: “Soy Rafael, hijo de don Rafael Martínez Fuentes, ¿Se acuerda de mi padre?”
¡Claro! Cómo no me iba a acordar de Rafael y también de su hijo homónimo. Al padre lo conocí en Parras hace más de 60 años y narraré en qué circunstancias: Fueron días aciagos en que en Parras sucedió el escandaloso caso de violación y muerte de una pequeña niña por un sujeto llamado Cornelio González: el hecho criminal estremeció al pueblo y provocó su indignación expresada con masivas manifestaciones que exigían justicia y castigo para el delincuente.
Rafael llegó a Parras para cubrir la información sobre la secuela de aquel hecho para el periódico en que trabajaba: El Diario de Saltillo. Yo era corresponsal de su competencia el Heraldo del Norte. Me presenté con Rafael cuando íbamos a entrevistar al Presidente Municipal sobre el mismo caso: Si el infanticida había huido, ¿qué haría la autoridad para capturarlo y someterlo a juicio? “Ya está localizado” dijo.
Lo capturaron en Torreón y ya viene rumbo a Parras escoltado, en previsión de motines, por un pelotón de soldados para que aquí sea sometido a juicio”. La tensión social era mucha en el pueblo. Más tarde llegó el prisionero vigilado por un general del Ejército. Enseguida fue encerrado en la cárcel municipal donde, al día siguiente, amaneció muerto, colgado con su propio cinturón: Cornelio González se mecía pendiente de una viga en su celda. El Alcalde ordenó descolgar y exhibir el cadáver de Cornelio sobre una estera improvisada frente a la cárcel. Después se la practicaría la autopsia de ley. Ante el macabro espectáculo desfiló aquel día todo el pueblo para cerciorarse de su muerte: “No pudo con sus remordimientos”, comentó en voz alta el general.
Rafael y yo fuimos al comedor del Hotel Parras a redactar nuestro reportaje. Ahí me enseñó a manejar lo que llamaba “lied” o primer párrafo de entrada para la redacción de noticias. Luego se ofreció a llevar una copia de mi reporte al Heraldo del Norte. La había enviado por telégrafo, pero llegaría más pronto por aquel amable conducto.
Transcurridos algunos meses llegué a vivir en Saltillo para estudiar el bachillerato en el Ateneo Fuente. En el Heraldo del Norte me ofrecieron trabajo como corrector de pruebas y después de varias semanas como reportero. A partir de entonces Rafael y yo nos encontramos casi a diario en las pocas fuentes de información que existían en aquel Saltillo de los años cincuenta. En una banca de la Plaza de Armas revisábamos nuestras notas: si los temas coincidían, qué bueno; pero si no, respetábamos las primicias de cada uno. Ésa era otra regla observada sin falta por aquel periodista. Rafael provenía de una familia de estirpe saltillense. Su padre, don Rafael Isidoro Martínez Pérez, fue dueño de una prestigiada empresa familiar que curtía pieles y fabricaba zapatos y otros artículos de piel. Sus botas y botines hechos, a la medida de cada pie, mantenían una gran demanda; además Rafael II solía recorrer los municipios y áreas rurales aledañas como agente de ventas de la “Victoria” y aprovechaba para hacer reportajes sobre problemas rurales, vender publicidad y también suscripciones para El Diario de Saltillo. Ser periodista era en aquellos años un motivo de orgullo personal, pero los sueldos siempre andaban por los suelos.
Rafael Martínez Fuentes heredó la bonhomía de sus padres, lo cual facilitó su relación con personas importantes, ya fueran empresarios, políticos, intelectuales o periodistas, tanto locales como capitalinos. Siempre inquieto se convirtió en el líder natural de su barrio, el Ojo de Agua donde fue fundador, animador y apoyo del Club Deportivo de igual nombre. Como solícito gestor de los problemas de la comunidad fue portador de las necesidades y demandas de su barrio y de su gente. Aparte asumió varias veces la presidencia de las sociedades mutualistas a las cuales pertenecía, como la “Obreros del Progreso” y la Sociedad “Manuel Acuña” Rafael Martínez Fuentes contrajo matrimonio en su juventud con la profesora María Antonieta Morales; ambos procrearon una familia ejemplar, que honra a sus padres y a sus abuelos. Para muestra un botón: Rafael Martínez Morales es doctor en Derecho por la UNAM, catedrático e investigador en esa y otras casas de estudio. Su más reciente obra “Diccionario Jurídico General”, publicado por “Iure editores”, constituye un acucioso y nutrido estudio conceptual y lexicográfico sobre el derecho mexicano vigente.
Rafael y su familia asistían cada semana al culto católico dominical en la Iglesia del Santo Cristo del Ojo de Agua, precisamente donde el pasado 24 de noviembre fue celebrada una misa solemne para conmemorar el centésimo aniversario de su natalicio, a la que fui invitado por su hijo, Rafael Martínez Morales. Ahí tuve el gusto de saludar a sus hermanas, primos y sobrinos.
Pluge a Dios disculparme que durante la misa solemne por don Rafael y la maestra Toñeta haya dejado correr mis pensamientos por los cerros de Ubeda, empeñado en recordar mi antigua amistad con Rafael Martínez Fuentes y nuestras andanzas de reporteros, en las campañas políticas, en los sucesos destacables del viejo Saltillo, en las reuniones de la Asociación de Escritores y Periodistas, en las sedantes noches de tragos y menudo en el Restaurante Saltillo y después en las tertulias del café Elite de Chuy Martínez: expansiones espirituales y gastronómicas que tenían lugar al concluir nuestras respectivas labores editoriales. El Diario y el Heraldo del Norte, periódicos competidores, podrían pelear por noticias exclusivas o por la publicidad; de hecho se contradecían a diario y polemizaban durante varias semanas; pero su personal, desde los directores editoriales, administradores, reporteros y fotógrafos, olvidaban toda divergencia para disfrutar aquellas cordiales noches de café, vino y rosas, que diría el poeta y periodista Eduardo L. Fuentes.
Gracias Rafael Martínez III por invitarme a compartir ese día tan importante para las familias Martínez. Fue emocionante recordar a mi amigo Rafael y con él a muchos otros ausentes y presentes. El día 24 de noviembre subí con empeño los sesenta escalones que conducen a la entrañable capilla del Ojo de Agua. No dejé de agitarme con el ascenso, tanto así que mientras reponía oxígeno, apoltronado en una de sus bancas, pensé: “Si aquí muero, qué padre: sólo me faltará subir unos cuantos escalones para llegar al cielo...”