Se dice que es cuestión de días, quizá de horas, para que el Ejecutivo envíe su propuesta de reforma fiscal al Legislativo. Como usted sabe, por la naturaleza misma del tema y de las circunstancias que la rodean, esta cuestión está acaparando buena parte de los reflectores de la opinión pública. No podía ser de otra manera ya que es una reforma que tiene que ver con los dineros; de quiénes tienen que aportar los recursos económicos para sufragar los gastos del gobierno, en beneficio de la colectividad. En una palabra, es un asunto que tiene que ver con los bolsillos, con las carteras, con las chequeras y hasta con las cuentas abiertas en el extranjero.
De manera que estamos hablando de un tema relacionado con la equidad y la justicia social, con el patrón de distribución del ingreso, entre otras cosas; aspectos en los que nuestro país está muy rezagado, según lo reconoce incluso el propio Banco Mundial, dicen ellos que con sorpresa dicen. Es en este contexto que se ha configurado la precariedad fiscal del Estado mexicano y que hace urgente las medidas.
Así las cosas, en principio, todos parecen estar de acuerdo de que es ingente allegarle más recursos al Estado, pero, lo hemos reiterado hasta la saciedad, todo mundo está de acuerdo, pero cuando se trata de avanzar en las soluciones que implican la distribución de cargas, todos los grupos dicen: ¡sí que se haga la reforma!, pero en los bueyes… en este caso, de los bolsillos de mi compadre. En esta rebatinga, que lleva décadas, quiénes han tenido más saliva han tragado más pinole.
En un reciente informe la Auditoria Superior de la Federación (ASF) ha documentado una muestra de cómo más o menos se viene dando está situación: el pago diferido de los impuestos, los regímenes de consolidación, la devolución de impuestos, y otros aspectos del sistema impositivo favorables a los grandes corporativos, que implican importantes cantidades de recursos que dejan de entrar a las arcas públicas.
Algunos dicen que lo anterior es legal aunque es inmoral. Expresión muy atinada, el hecho de que sea legal no implica que sea justo y mucho menos equitativo. Por ello conviene no olvidar que la manera en que se diseña y se aplica la política fiscal responde a las relaciones de poder económico y político. La insuficiencia en la recaudación de impuestos en parte revela problemas técnicos, pero también en buena medida de los criterios para fijar y cobrar los impuestos, y aquí es donde entran los intereses y las relaciones de poder. Este es el dato esencial, lo demás son florituras de la retórica política para tratar de ocultarlo. Y es que el famoso cambio estructural en las finanzas públicas, del que tanto se han jactado los gobiernos tecnócratas neoliberales y con el cual comulgan al pie de la letra las últimos dos administraciones, ha consistido en lo más fácil: recortar el gasto en inversión, educación, salud, manteniendo, por cierto, al pie de la letra el pago de las deudas, sobretodo a los banqueros; pero poco han podido, o no han querido, hacer en el otro lado de la moneda: aumentar la recaudación. Todo han sido tibias y disimuladas propuestas, sin tocar el meollo del asunto para avanzar hacia un sistema fiscal progresivo, justo y equitativo, lo que implicaría revisar la situación de los poderosos corporativos. Esa si sería una reforma estructural.
El esquema reiterado es más o menos así: hay que cobrar menos impuesto sobre la renta, sobretodo a las empresas, porque de esa manera los empresarios van a tener incentivos para invertir más, y, en contrapartida, hay que cobrar más impuestos al consumo, léase IVA, porque es muy fácil de captar y de mucho mayor cobertura. Por lo menos en nuestro país esa tesis de que menos impuestos a las empresas significa mayor inversión no se ha verificado, ahí están los datos y, una vez más, el reporte de la ASF. Este es un contexto que no se ignora, mucho menos los funcionarios hacendarios. Vamos a ver si en esta enésima ocasión hay algo novedoso.
Pero el otro lado de la cuestión, el como se gastan y se administran esos recursos que son de todos, es un dato central que al parecer nuestra democracia hasta ahora no alcanza a despejar. Los estratosféricos salarios de los funcionarios públicos (sobretodo del Poder Judicial); la flagrante e insultante impunidad ante la corrupción y el latrocinio; la enorme carga de deuda (producto en buena medida de la ineficiencia y contubernio); los manejos documentados por la ASF; la falta de transparencia y rendición de cuentas, y otros aspectos negativos, sin duda alguna no conforman un ambiente adecuado para que la ciudadanía sienta agrado al pagar impuestos.
Una reforma fiscal, por tanto, debe considerar cortar de tajo todo esto, que la gente vea que no hay dos méxicos: el de los privilegiados (de los amparos, de las comisiones investigadoras y todo eso) y el de los no privilegiados, que las cargas se repartan justa y equitativamente, esto hay que subrayarlo enfáticamente. Es por aquí en donde hay que buscar los acuerdos de fondo. Desatado este nudo se allana el camino para resolver las cuestiones técnicas. Hay tareas, muchas tareas.
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