EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Regalos que marcan

Las laguneras opinan...

Laura Orellana Trinidad

Algunos historiadores franceses que han estudiado con profundidad la historia de la vida privada occidental, consignan la celebración de la Navidad como uno de los ritos de la vida privada burguesa. ¿Por qué les llaman ritos burgueses? Porque en el siglo XIX las fiestas dejaron de ser colectivas, comunales y se convirtieron en privadas, exclusivamente familiares. Después de la revolución francesa, se consideró que la estabilidad familiar era mucho más apreciada que la estabilidad de lo público. Un periodista escribía en diciembre de 1849 en un periódico francés: “Las alegrías de la familia son el único lugar y la única felicidad que las revoluciones no pueden arrebatarnos jamás”. Ya desde entonces emergieron algunos elementos que perduran en las fiestas navideñas hasta la actualidad. Un ejemplo es la tradición de los aguinaldos, es decir los regalos que se dan en la temporada. Los niños ponían sus zapatos en la chimenea, con la esperanza de que Papá Noel dejara juguetes; ese papá Noel que apareció en Europa en la segunda mitad del siglo XIX y cuya fiesta se celebraba el 6 de diciembre en los países nórdicos, y que según la tradición, traía regalos a los niños que se portaban bien. Sabemos que este personaje fue comercializado posteriormente en los Estados Unidos bajo el nombre de Santa Claus. Sin embargo, lo verdaderamente impresionante hacia la mitad del siglo XIX es la sencillez de los regalos como se observa en un fragmento del libro La historia de mi vida, de la escritora francesa George Sand en el que alude a su niñez. “Una cosa que no he olvidado es la creencia absoluta que yo tenía en el descenso por la chimenea de papá Noel, un viejecito de barba blanca, que, a medianoche, vendría a depositar en mis zapatitos un regalo con el que me encontraría al despertar (…) Qué emoción me causaba el envoltorio de papel blanco, porque papá Noel era de una extrema pulcritud y nunca dejaba de empaquetar con todo cuidado su ofrenda. Yo corría descalza a apoderarme de mi tesoro. Nunca se trataba de regalos magníficos, porque no éramos ricos. Era un obsequio modesto, una naranja, o simplemente una preciosa manzana roja. Pero me parecía algo tan maravilloso que apenas si me atrevía a comérmela”.

La historiadora Martin-Fugier registra que hacia 1836 el regalo más refinado que podía hacerse a un niño para la Navidad era un teatrito que representaba una danza de guiñol por figuritas que se movían ocultamente. También había muñecas “casaderas” con ajuares completos, osos de felpa que aparecieron a comienzos del siglo XIX y libros: se recomendaba mucho regalar libros.

Me parece interesante analizar el significado que los regalos, especialmente los navideños, adquieren para los niños, incluso los más insignificantes como una naranja o una manzana… hay algunos regalos que han definido vocaciones; otros que expresan la fantasía de la niñez; otras situaciones en torno a los regalos que han sido traumáticas. En ocasiones, los regalos han sido guardados escrupulosamente para evocar la infancia y también tiene que decirse: los regalos sin afecto no valen nada; es preferible el afecto sin obsequios.

En 1927, en el lejano pueblo de Upsala, en Suecia, una familia celebraba la Navidad. Los niños Dag, Ingmar y Margareta, aguardaban ansiosos la llegada de su tía Anna, que solía llevar regalos para cada uno. Suponemos que esa tía tenía suficientes recursos económicos, ya que ese año Dag recibió un presente peculiar, un cinematógrafo, lo que su hermano Ingmar más deseaba en el mundo. Éste, sin dudarlo, le ofreció a Dag sus cien soldaditos de plomo a cambio de aquella “linterna mágica”. Ingmar Bergman, el gran cineasta que falleció este año, señala que la evocación de las primeras imágenes que vio a través de ese aparato se constituyó en uno de los momentos más emotivos de su vida. Recordaba con toda nitidez que se metió a un ropero (de hecho, esta escena quedó plasmada en una de sus últimas películas, Fanny y Alexander) y comenzó a mover la manivela. En su autobiografía escribió: “Al mover la manivela —esto no se puede explicar, no puedo poner en palabras mi excitación; puedo en cualquier momento rememorar el olor del metal caliente, el olor a polvo y alcanfor del ropero, la manivela en mi mano, el tembloroso rectángulo de la pared. Yo movía la manivela y la joven se despertaba, se sentaba, se levantaba lentamente, estiraba los brazos, daba la vuelta y desaparecía por la derecha. […] Se movía”. Otro regalo que conmocionó al jovencito Ansel Adams fue aquel que le dieron sus padres: una cámara Kodak No. 1 Box Brownie. En 1918 tenía tan sólo 16 años y vivía en San Francisco, California. Ansel cargó con su cámara nueva para visitar junto a sus padres la sierra de Yosemite. La majestuosidad de las montañas, la nieve y los pinos lo dejaron completamente cautivado. A partir de ese momento, la cámara y el parque natural se convirtieron en elementos fundamentales de su vida. Bergman y Adams recibieron regalos, no juguetes, que definieron toda una vocación.

Jorge Luis Borges evoca una anécdota de su privilegiada niñez en una ocasión en que visitaron a unos familiares en la Pampa y de cómo, algunos regalos, de tan significativos, ¡no se usaban! “Mi madre le regaló a la hija del capataz una muñeca, en una caja grande de cartón. Al año siguiente volvimos y preguntamos por la niña. “¡Qué alegría le ha dado la muñeca!”, nos dijeron. Y nos la mostraron, todavía en la caja, clavada en la pared como una imagen. A la niña, por supuesto, sólo le permitían mirarla sin tocarla, porque la podía manchar o romper”. Este relato de Borges, me recordó de golpe, el ferrocarril de metal que le regalaron a mi papá cuando niño y que sólo se atreve a sacar en ocasiones realmente especiales. Siempre cuenta que le obsequiaron otro en su infancia y que su hermano menor destruyó completito con un martillo (quizá Freud lo interpretaría como celos, qué sé yo). Fue repuesto en otra Navidad, y desde entonces exhibido muy ocasionalmente. A nosotros nos fascinaba ver aquel tren pesado, llevando detrás vagones de carga, con su pequeña luz al frente, como los de verdad. Mi abuelo fue ferrocarrilero, así que el regalo seguramente adquirió un significado especial. También rememoro a una de mis tías que tenía sobre un ropero una muñeca “Shirley Temple”. Nunca la bajaba, por más que las sobrinas insistíamos, y hasta el vestido se veía aterrado, pero temía que nosotras no apreciáramos tan valioso objeto. ¡Hasta muchos años después supe quién era la famosa Shirley Temple!

La infancia también es propicia para la imaginación y la fantasía. Sergio, nuestro hijo mayor, a los siete u ocho años dejó una cartita en el árbol pidiendo sólo un regalo: una alfombra mágica. Por más que insistimos en que pidiera otra cosa, seguía en lo mismo: ¿para qué pedir otro regalo si tendría una alfombra mágica? Lo único que se nos ocurrió regalarle, cercano a la alfombra mágica, fue libros, con los que “podría volar con su imaginación a donde quisiera”. Pero la Navidad siguiente reiteró su pedido. No hubo poder humano que lo cambiara de parecer y se quedó esperando su alfombra… o encontrándola en las letras.

Las situaciones adversas frente a los regalos, pueden ocasionar traumas infantiles. Me sorprendió muchísimo que en las primeras declaraciones del famoso “caníbal mexicano”, José Luis Calva Zepeda, haya contado reiteradas veces un incidente que sucedió precisamente en la época navideña: Rememoró que cuando niño, el día de Reyes Magos se escondió para ver quién traía los regalos. Su madre lo descubrió –mientras acomodada los juguetes para él y sus cinco hermanos– y lo golpeó y rompió su regalo. Como lustraba zapatos, le contó a un hombre lo acontecido y éste le compró un carrito. La madre, al llegar a la casa, se lo destrozó y, al poco tiempo, José Luis huyó de su casa.

Una de las películas que más me ha motivado a la reflexión es El Ciudadano Kane. Sé que algunos catalogan esta película como de las mejores del mundo por su técnica, por la dirección impecable de Orson Welles, por su estructura narrativa… A mí me llama la atención la historia. Charles Foster, un multimillonario, muere en soledad pronunciando la marca de su trineo “Rosebud”, esa nostalgia por el calor del afecto familiar del que el personaje fue arrancado dramáticamente.

Los regalos no deben medirse por lo que cuestan, por lo grande o pequeño que son; estos objetos debieran ser apenas un mínimo reflejo del afecto que sentimos por el otro. Ojalá que esta Navidad recuperemos el verdadero sentido de los regalos.

lorellanatrinidad@yahoo.com.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 318289

elsiglo.mx