Una de las etapas más felices y agradables de la vida es la de estudiante.
La única obligación que tenemos entonces es la de estudiar. Se presenta en un momento en que la avidez por aprender está a flor de piel. La curiosidad innata y las ansias de saber, son los motivos que nos impulsan a hurgar aquí y allá, entre los libros, y a absorber como esponjas los conocimientos que los profesores nos transmiten.
Por eso me agrada siempre el regreso a clases. Ese momento en que miles de estudiantes acuden de nueva cuenta a las aulas y, como parvada de gorriones, invaden salones de clase y patios de escuelas.
Es el momento del reencuentro con los compañeros de la escuela y la obligada actualización de todo lo sucedido en vacaciones.
Nuevos libros, nuevos cuadernos, nuevos profesores y nuevos conocimientos nos esperaban siempre en aquellos meses de septiembre cuando retornábamos a las aulas.
Bueno, no siempre es exacta esa afirmación, pues fueron aquellos tiempos en que aprendí qué era la discriminación. Pues los libros sí eran obligadamente nuevos, pero no así los cuadernos y los colores, plumas y lápices.
Mi padre, sólo a Lourdes le compraba todo nuevo. A chacha y a mí, nos hacía quitarle las hojas usadas a los cuadernos del año anterior y a usarlos en el nuevo ciclo. Y cuando osábamos protestar por tan ostensible desigualdad, simplemente nos decía: “Cuando ustedes me traigan las calificaciones de Luly, les compro todo lo que quieran”.
Ahí terminaba la discusión, pues nosotros preferíamos irla llevando como se pudiera a buscar la obtención de altas calificaciones, que por lo visto estaban fuera de nuestras posibilidades reales.
Con el tiempo se aprende que la única forma de pasar aceptablemente por esta vida es estudiando, aprendiendo todo lo que se pueda y de toda la gente, porque cada cual tiene algo qué enseñarnos.
Lamentablemente, la educación básica y secundaria es cada día más pobre. En la época de nuestros padres, salían de primaria con una sólida formación. Tenían entre otras cosas, una caligrafía preciosa y conocimientos tan sólidos que los recordaban toda la vida.
Ahora, los muchachos llegan a la universidad con una formación muy limitada y deficiente. Escriben muy mal, con pésima ortografía, casi no se saben expresar. Diríamos que en cierta forma, son analfabetas funcionales.
No eximo de culpa a los muchachos, pero buena parte de ella la tenemos los profesores y los padres de familia, que somos los obligados a velar por su formación.
La vocación magisterial es muy escasa. Los profesores, en término generales, han dejado de ser los apóstoles de la enseñanza, para convertirse en adictos a la nómina.
Los padres, por estar entregados al trabajo cotidiano, poco saben de cómo andan sus hijos en la escuela y menos qué les enseñan.
Como diría Teresa de Calcuta: la falta de amor, en uno y otro campos, ha dado al traste con la formación de nuestra juventud.
Pero la escuela, es la escuela. Y tenemos que modificar conductas para apoyar más a nuestros niños y jóvenes.
Porque ellos llegan con toda la ilusión de aprender y nosotros acabamos decepcionándolos. Y al final de cuentas, todos perdemos, porque son ellos los que en el futuro habrán de gobernar nuestro país. Serán los empresarios, lo médicos, los abogados, en cuyas manos estará nuestra propia vida terminal.
Volver a la escuela, siempre fue un motivo de regocijo para nosotros. Porque significaba el reencuentro con buenos amigos, aunque ello implicara enfrentar a malos profesores.
Digo esto, porque hubo un año en la primaria Pereyra, en que a un grupo de niños, nos pusieron en una fila determinada, con la advertencia de que “si queríamos estudiáramos y si no, pues no”. No cito los nombres de quienes integrábamos ese grupo, ni el del profesor que incurrió en esa infamia, por no ser ofensivo, pues además, ahora muchos de aquellos niños son hombres de bien.
El regreso a la escuela, siempre es un motivo de alegría. Y espero que quienes ahora lo hacen tengan un año feliz y productivo.
“Y hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.