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Reivindicación

Sobreaviso

René Delgado

Si a veces se ansía vivir algún pasaje que, al paso del tiempo, forme parte de la historia, ese momento tuvo lugar el martes pasado. Cuando los ministros de la Suprema reconocieron –por unanimidad– la inconstitucionalidad de la reforma al Artículo 28 de la Ley Federal de Radio y Televisión, rompieron con la inercia de someter los poderes formalmente constituidos al interés o al capricho de los poderes fácticos que, de a poco, vienen ocupando y vulnerando los espacios del Estado.

Se dice fácil, pero cuando los otros poderes –en este caso el Ejecutivo y el Legislativo– se habían doblegado ante o asociado con la fuerza de los grandes concesionarios de radio y televisión, no es cosa sencilla plantarse en el centro del escenario y decir: de acuerdo con la Constitución esto es indebido, no estoy de acuerdo, no lo avalo. Menos lo es todavía cuando la impunidad de muchos actores formales e informales, políticos y económicos, amenaza con colocar al cinismo en el altar mayor de los disvalores de una subcultura cívico-política que, precisamente, a partir de la esperanza (a veces, la ilusión) ciudadana, viene montando un Estado de Derecho simulado y una democracia defectuosa.

La decisión de los ministros no conjura ese peligro pero, al menos, advierte que sí puede conjurarse. La paradoja de la decisión de los ministros es que, en el fondo, regresa al país al punto de partida: falta una Ley que concilie desarrollo tecnológico con intereses del Estado y negocios privados.

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Es claro que, desde hace años, el país vive un quiebre en su historia. Se inserta en una nueva etapa, pero carece de los referentes y acuerdos necesarios para resolver, en su nueva circunstancia, las diferencias.

Agotado el viejo modelo económico y sumado de buena y mala manera a la economía global, el país no ha conseguido elaborar –sobre bases democráticas y legales– un modelo donde el ajuste del entramado político y jurídico no suponga la confrontación o el desencuentro, la imposición autoritaria o la arbitrariedad pública o privada. Muchas decisiones de trascendencia nacional –privatizaciones de entidades públicas, asunción de la deuda bancaria como pública o apertura de sectores económicos sin considerar ritmos y plazos, sólo por mencionar algunos ejemplos– se han tomado sin construir consensos o peor aún, a partir de posiciones de fuerza o de complicidad entre los representantes de intereses públicos y de intereses privados, dejando de lado a la ciudadanía.

Grandes decisiones se han tomado sin cumplir cabalmente con la Ley y frecuentemente, hipotecando los intereses nacionales o bien, burlando los recursos interpuestos para replantear o reconsiderar aquellas decisiones. De ahí que muchos de esos asuntos reaparezcan una y otra vez en la escena, manifestando un profundo desacuerdo.

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Si se mira más allá de lo estrictamente correspondiente a la reforma de la Ley de radio y televisión, el tratamiento que los ministros dieron al problema tuvo un carácter extraordinario.

A diferencia de otras ocasiones, esta vez la opacidad y el claustro no sellaron la decisión adoptada por el máximo Tribunal. Los ministros le enmendaron la plana a los poderes Ejecutivo y Legislativo a partir de un juego abierto y transparente, sin recámaras ni acuerdos bajo cuerda. No es una cuestión menor que el proyecto mismo de dictamen haya estado a la luz pública, como tampoco que tanto las sesiones de consulta como las sesiones plenarias de los ministros hayan sido abiertas, públicas e incluso transmitidas por el canal televisivo del Poder Judicial.

En un país marcado por la subcultura del amarre en corto, de la negociación rebajada al nivel de la transa, del canje de complicidades, del sometimiento del poder público al privado o simplemente, de la más descarada corrupción es extraordinario abrir las puertas y transparentar la toma de decisiones en asuntos del interés nacional. Hacía años que la democracia y el Estado de Derecho no recibían una bocanada de aire fresco.

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La paradoja de lo ocurrido es que un poder, como el Judicial, que supuestamente estaba en la brega de recuperar su autonomía e independencia frente a los poderes Legislativo y Ejecutivo, resultó mucho más autónomo e independiente que los legisladores de la anterior legislatura y que el anterior jefe del Ejecutivo, Vicente Fox.

Reiteradamente los poderes Legislativo y Ejecutivo fueron prevenidos del carácter inconstitucional de la reforma que avalaban pero, estando en juego electoral la posibilidad de prevalecer, se asociaron o se doblaron y abrieron paso a la reforma que, en el fondo, privilegiaba a unos cuantos concesionarios marginando a otros y sacrificaba recursos del Estado.

Sin que ése fuera su propósito, unos cuantos ex legisladores –aquellos que tuvieron el valor y el coraje de interponer el recurso de acción de inconstitucionalidad– y nueve ministros exhibieron a centenares de legisladores, candidatos, funcionarios e incluso al ex presidente Vicente Fox, en suma, al conjunto de la clase política que reiteradamente ha demostrado no estar a la altura de los problemas del país.

Hoy, desde luego, algunas voces –amparadas en una civilidad que no siempre practican– piden no hacer del fallo de la Suprema Corte la ocasión para llevar a la piedra de los sacrificios a los representantes populares o servidores públicos que, a pesar precisamente de esa condición, representaron o sirvieron intereses privados. El punto es que, a veces sin nombre y apellido, las responsabilidades se diluyen hasta dejar a Fuenteovejuna como el autor intelectual y material de cuanto ocurre.

No deja de ser curioso que cuando se pregunta al ex senador y hoy coordinador de los diputados priistas, Emilio Gamboa, qué opina del fallo, señale que por qué sólo le preguntan a él y no a todos los legisladores que votaron a favor de la inconstitucional reforma. No deja de ser curioso que el ex senador y hoy insostenible presidente de la Cofetel, Héctor Osuna, no fije postura frente a su contundente descalificación. O bien, que el ex diputado y hoy senador, Javier Orozco Gómez, que presentó aquella iniciativa de reforma no diga esta boca es mía. O que Vicente Fox tan parlanchín y dicharachero, guarde silencio.

Es muy bueno corregir errores, pero no es malo saber quién es responsable de ellos, sobre todo, cuando hay indicios de que la acción o el hecho se llevó a cabo con toda premeditación y alevosía. Y en algunos casos, se apoyó la comisión del error anteponiendo intereses personales a costa de los públicos.

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La reivindicación de los poderes formalmente constituidos frente a los fácticos, es una espléndida noticia. No conjura el peligro al que, desde hace años y no sólo en ese campo, se ha sujetado al Estado mexicano, pero replantea la posibilidad de conjurarlo.

Es claro que no sólo los grandes concesionarios de radio y televisión le disputan espacio al Estado. También hay gremios y desde luego, criminales que igualmente tienen contra la pared al Estado. El punto importante es saber, si a partir del fallo de la Suprema Corte, la clase política recibe y entiende el mensaje o si continuará sacrificando, desde la complicidad, el interés o la cobardía, al Estado. Hay ministros, ¿hay legisladores, hay políticos, hay funcionarios? ¿Hay hombres y mujeres de Estado?

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Correo electrónico:

sobreaviso@latinmail.com

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