Ignoro las palabras para hablar de mi sentir hacia este pueblo nuestro y espero sirvan algunas breves imágenes del ayer: casi luchando y después de un terregal, intento liberar de la parte baja del auto de mi padre una de esas enormes y rodadoras bolas de espinas (si alguien sabe su nombre agradeceré que me ilustre). Esas que brincando terrenos y con sus estelas de tierra lograban mantener nuestras narices quietas y pegadas a los cristales, hasta que casi luchando y descamisados, aprovechábamos la calma incipiente para jalar sus raíces heridas y liberar por unos días las cocheras. Era el Torreón de los años setenta. Entonces caminábamos sobre el pavimento hirviente hacia esa granja del Tajito, hoy ya borrada por la mancha urbana y en ella pasábamos el día entero descalzos entre tierra quebradiza, entre un rompecabezas de tierra seca. Ahora, cerrando los ojos, me recuerdo trepando a lo más alto de los nogales, en un precario equilibrio, mientras el graznido de una nube negra de chanates todo lo ensordecía cuando me acercaba a los nidos. Era ése para mí el Torreón de los años setenta. Los viejos entonces estaban jóvenes y nuestros ojos infantiles llenos de desierto.
Crecimos por estas calles aun sin darnos cuenta. De un lado a otro anduvimos escuálidos y ojerosos, embadurnados de gomina, perdiéndonos por los rumbos de la Alameda para “morelear” por un rato. Aunque esperábamos que la suerte nos llevara a algún lugar oscuro, intuíamos de cualquier forma que siempre habría un refugio seguro y que ya sea pagando el boleto al DIF municipal o inmiscuyéndonos por el aledaño hueco de la pared de bloc, podíamos recuperar el ritmo nocturno en la Zona, pasara lo que pasara. Recuerdo que de ese cuarto rojizo y de esa cabellera alborotadamente canosa, salieron a encontrarme unos ojos inquietamente tristes. Esa visión que logré vivir de un Torreón de tintes antiguos que desapareció para siempre. Ese Torreón de los años ochenta. Y aunque evitábamos pasar por Peñoles para no perforarnos los pulmones, lo cierto es que caminábamos por cualquier lado y ni los incipientes videojuegos lograban distraernos. Brincábamos los muros de la Pereyra chica para hurgar en los salones por la tardes, justo donde hace poco mi padre me contó que él mismo mudó su pupitre y que hoy es el HEB. He ignorado siempre el significado de progreso, mas percibo todo esto como parte de un tiempo ya evaporado. Ése era el Torreón en los años ochenta.
La década de los noventa llegó a reconfigurar nuestra ciudad, a poblarla aún más, a verla crecer en todas direcciones. Nos consolidamos como pieza fundamental del México del siglo veintiuno y continuamos expandiéndonos, en ocasiones dando tumbos, siempre con la certeza de que nuestra situación geográfica es privilegiada y que este polo económico tiene vigencia para rato. Nuestro pueblo terroso de entonces es ya ciudad hecha y derecha. El pasado entonces es ya tiempo evaporado. Es por ello que en estos días he aprovechado para pensarlo y me resulta extraño y fascinante y apasionante, el haber nacido en este sitio donde todo empezó de las vías del tren en un desierto de América. Me gustaría ver de frente todas las manos que fundaron nuestro pueblo y rendirles homenaje. Dejaron tras de sí estas calles y estas plazas que ahora son las venas y cicatrices de nuestra historia. Y aunque hayan pasado ya cien años y aunque nos alejamos de las montañas cada día como un cono en expansión, como un abanico de vértice lejano, debemos recordar que nuestro origen es el desierto y las bolas de espinas que suelen pasar fugaces durante los terregales. Volvamos entonces los ojos atrás, más allá de la Calle Colón de nuestros abuelos y encontremos cerca de las vías el sitio de donde brotó nuestra fuerza. Desde allí, con solidaridad y unión, aprovechemos y enfoquemos la efeméride para multiplicar el esfuerzo.
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