La publicación en este lugar de mis opiniones sobre el Plan Colombia (ante la posibilidad de que un equivalente fuera aplicado a México) dio lugar a varias reacciones, entre ellas dos sobresalientes. La señora Nubia de la Roche, coordinadora de las Asociaciones colombianas en México y el embajador de ese país, el ex fiscal general Luis Camilo Osorio, discreparon de mis afirmaciones, ella con gentileza que agradezco, él con “indignación” a la que respondo.
Anticipo una convicción de fondo sobre Colombia. Es una república tan respetable como la que más, merecedora de mejor suerte. Esa nación y sus ciudadanos no recibieron de mi parte, en el texto referido, ningunos “términos ofensivos” como leyó el embajador.
Por mil motivos, surgidos de la cabeza y del corazón, jamás me permitiría minar el prestigio nacional de ese país que ha tenido la generosidad de compartir con México la paternidad de hijos tan preciados allá y acá como lo son Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis o lo fue el cantautor Mario Ardila, entre muchos nombres citables. En el pasado reciente, cuando la propagación de la delincuencia organizada en México conducía al facilón lugar común de llamar a ese proceso la “colombianización” de nuestro país, me opuse expresa y repetidamente a utilizarlo, por no denostar a esa atribulada nación.
La señora De la Roche y el embajador Osorio coinciden en valorar la transformación reciente de Colombia, que se traduce en mejoría del grado de inversión a la deuda externa y en disminuciones notorias de la violencia y de los índices delictivos. La coordinadora de las Asociaciones colombianas en México me pide mirar hacia su país “buscando ver la realidad de una nación que está tomando con responsabilidad su oportunidad histórica para avanzar hacia la democracia política y social con fundamento en la convivencia y la garantía de las libertades individuales”.
Procuro hacerlo, lo que implica apreciar una realidad que sólo parcialmente está avizorada en las cartas a las que me refiero, que en común pasan por alto la crisis que en estos mismos días vive Colombia como resultado de los vínculos, cada día más netamente establecidos, entre los grupos de autodefensa, paramilitares y miembros de la clase política, especialmente la cercana al presidente Uribe. No hay referencia en esos escritos al número de congresistas presos o fugados y los diversos procesos de indagación de esos nexos, por su contenido altamente criminal, que llevan adelante la Suprema Corte y el propio Congreso.
Apenas al comienzo de mayo, el periodista de la revista Semana Rafael Guarín afirmaba que “La coyuntura actual es una de las más convulsionadas en los últimos años en Colombia. A las escandalosas revelaciones que vinculan al paramilitarismo a funcionarios del Gobierno, generales, multinacionales y grupos económicos, se sumó la captura del gobernador (del departamento) de César y de políticos que pactaron con las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia, los grupos paramilitares) un acuerdo para “refundar la república”.
Esta caracterización ha trascendido la frontera colombiana. Siete congresistas norteamericanos, incluido el precandidato presidencial Barack Obama escribieron a la secretaria de Estado, Condoleeza Rice, su preocupación por esa que “es la crisis política más seria en años”, dado que entienden que el lazo entre paramilitares y políticos “no es un problema menor de corrupción”.
Dije del embajador Osorio que está en entredicho. Lo está de varios modos, no sólo desde que al terminar su gestión como fiscal fue improvisado diplomático, embajador en Italia y en México, sino desde su desempeño mismo en aquel cargo. Apenas concluido su primer año, en 2001, Human Rights Watch llamó “un giro erróneo” a su informe crítico sobre Osorio. El director de HRW, José Miguel Vivanco, dijo entonces que “Colombia no ha avanzado en derechos humanos por el mal desempeño del fiscal en esta materia”.
Esa afirmación se desprendía del desmantelamiento de la Unidad de derechos humanos de la fiscalía y del rechazo de Osorio a investigaciones dirigidas al Ejército o la rápida cancelación de las que estaban en curso, como la muy célebre del general Rito Alejo del Río.
En noviembre del año pasado, cuando el embajador se disponía a iniciar su misión en México, la periodista María Teresa Ronderos se preguntaba en Semana: ¿Dónde estaba el fiscal Osorio?, es decir, ¿Cómo puede ser que políticos anduvieran, a la luz del día y con testigos, organizando grupos ilegales, ordenando masacres a conveniencia, llamando a encargar un asesinato aquí y otro allá, según con quien quisieran ganar las elecciones, sin que la Fiscalía hiciera nada?”
En el mismo mes del año pasado, vísperas de la presentación de sus cartas credenciales, en Bogotá El espectador recordaba que el talón de Aquiles del fiscal fue su desapego a los derechos humanos.
Por ello ignoró el testimonio de Jairo Castillo, tan importante que años después la Suprema Corte se ha basado en él para sus indagaciones.
Con cierto, digamos que desparpajo, Osorio ha salido en defensa propia. En una carta a Semana –no impregnada de indignación como la dirigida a la Plaza pública— en febrero pasado explicó que las fiscales Lucía Luna y Mónica Gaitán no fueron despedidas sino que “salieron ambas en condiciones muy particulares, voluntariamente de parte de ellas y prácticamente sin anunciar su retiro”. Omitió decir que, en realidad, ambas tuvieron que esconderse y aún hoy tienen que vivir en el exilio.