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¿Saldremos?

Patricio de la Fuente G.K.

Parte primera

Hace algunos años -a los casi veinte- mi afán de aventura traspasaba cualquier barrera. Eran tiempos amables donde con los bolsillos semivacíos y las ganas llenas, este columnista se embarcaba en empresas ilusorias, como por ejemplo, viajar fuera de las comodidades implícitas que supone hacerlo acompañado de la familia. Y bueno, lector querido, que si de transportarnos hablamos, el mágico puerto de Acapulco -tan parodiado por el extinto Ministro de Cultura, Raúl Velasco- resultaba lo más inmediato, fácil y económico a lo que podía aspirar un capitalino…mitad lagunero.

Claro está, el frenesí por salir, generalmente coincidía con Semana Santa, tiempo espiritual, de recato y paz. Aunque formado bajo el maravilloso influjo de San Ignacio de Loyola, el demonio que en mí vive, me alejó de lo secular, acercándome en consecuencia a la vida loca -Ricky Martin no contaba- y por ende, a la pachanga.

¡Qué tiempos! Bellezas aéreas de la calaña de Aerocalifornia, Aerolíneas Azteca y Magnicharter no existían o se veían imposibilitadas a ofrecer descuentos o “aventones” y; como las líneas de toda la vida representaban una opción imposible -perdonarás el pleonasmo- optábamos por el camión de línea. En homenaje a la eficiencia terrestre, del DF hasta la terminal de Acapulco te aventabas cuatro horas, pasaban película clasificación B y dentro del precio del boleto se incluía senda botellita de agua y el sándwich obligado (de esos que todavía venden en el Cine Teresa –hoy porno- y se pegan al paladar).

Armas a la banda -los cuates- y hasta la Perla del Pacífico se ha dicho. La Autopista del Sol, obra cumbre de la Hormiga Atómica -Carlos para los cuates- venía con fallas de origen (baches, etcétera) y ya desde entonces se le confería mantenimiento…justo en época vacacional, práctica hondamente mexicana. ¡Cómo olvidar aquel verano peligroso donde el influyente promotor de vivienda y artífice del ahorro familiar, Arturo Montiel Rojas, mandó pavimentar la costera de Valle de Bravo en plena oleada turística!

El arribo a tu palacio personal -hotel- tan chusco como Fox dando cualquiera de sus informes. Nosotros teníamos frenesí cuasi erótico por el Copacabana, antro, posada, hostal cuya piscina se caracterizaba por albergar en su seno a voluptuosas rubias bajo la pavorosa mezcla que suponen los banana daiquirís y el coppertone para pieles curtidas. Gracias al error de Diciembre, de Salinas o de Zedillo, el cuarto cuádruple en el Copacabana nunca volverá a costar quinientos pesos por día.

Nos instalamos y a las calles se ha dicho. ¿Qué mejor manera de adentrarnos al alma y vida acapulqueña que recorrer la Miguel Alemán? Epítome, artífice, gracia y obra del “milagro mexicano”, Don Miguel nos regaló la costera y también la sapiencia de que podíamos competir con el Primer Mundo. ¿Suena cercano?

Súbitamente llega la noche, su magia, su instante, el precio de adentrarnos tan hondo, tan en serio -a los dieciocho sientes que el mundo es tuyo- Ojo: a los sesenta también experimentas tal dicha y si no, nomás pregúntenle a Carlos Slim. ¿Iremos al Baby O? Ni pensarlo, nomás los rucos de treinta para arriba tienen espacio en ese tugurio donde las cubas te salen igual de caras como una noche en el Acapulco Plaza (nuestro parámetro de lo exclusivo, por ello de que ahí se alojaba Luis Miguel cuando quería, o andaba de vena…de portarse mal. En consecuencia, Disco Beach, tugurio famoso por sus “wet t shirt contests” y las gringas que, en pleno robo de la frase “lo que pasa en Las Vegas, queda en Las Vegas”, hacían de Acapulco el epítome de la lujuria y la perdición.

Si lo vemos desde la perspectiva actual, las noches en Acapulco eran bastante predecibles y fresonas ante los parámetros contemporáneos. Una buena ronda de cubas, muchas nenas y promesas sin cumplir. Sí, honor a quien honor merece, cada quien prometía a su cada cual aquella dosis de mentiras predecibles: “me caso, contigo”, “en ti he encontrado la mitad que me faltaba”, “nunca me he sentido más a gusto, más a mis anchas que contigo”. Ni Jane Austin, ni mucho menos Maquiavelo, sencillamente el rollo de Semana Santa, ese choro predecible que no sucumbe ante el paso del tiempo.

Te preguntarás, hondo lector, qué pasó. Transcurrieron una y mil chucherías y aquí no para la cosa. Esta colaboración lleva cola, larga como la vacación que nos acontece. El siguiente domingo serás recetado con la continuación (versión infantil) de mis primeros días frente al mar –solo-, sin ninguna responsabilidad y libre del yugo materno.

¿Quién hablará de nosotros cuando hayamos muerto?

Estoy a punto de abrir -de nuevo- el correo electrónico para que platiquemos. No se reciben injurios ni reclamos por algún hijo perdido.

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