No son en absoluto edificantes las conductas cometidas en febrero y abril del año pasado contra funcionarios mexiquenses por activistas del Frente de pueblos en defensa de la tierra, de San Salvador Atenco. Merecen reproche penal, porque en efecto retuvieron, en uno de los casos por dos días, a personas a las que además, según la acusación, vejaron y amagaron de muerte.
El 8 de febrero de 2006 el subdirector de Gobernación del Estado de México con sede en Texcoco, Rosendo Rebolledo Montiel, encaró una protesta de activistas atenquenses que reclamaban la libertad de un ejidatario, preso por haber dividido su parcela sin autorización de la asamblea ejidal. Cuando la inicial acusación se desmoronó, para mantenerlo en prisión se le acusó de haber violado a su propia hijastra. Al parecer las denuncias carecían de fundamento porque no se le inició proceso por ninguna de ellas. Pero mientras se definía su situación legal, los activistas pretendieron obtener por la fuerza la libertad del ejidatario reteniendo a Rebolledo Montiel, quien permaneció cautivo 48 horas, aunque sin ser maltratado según su propio dicho. Conforme a la acusación contra quienes lo privaron de su libertad, se le habría llevado atado a una plaza donde fue vejado. En aquel momento, sin embargo, la situación habría concluido hasta con un apretón de manos entre el funcionario dejado en libertad y los líderes que lo retuvieron.
Dos meses después, el 6 de abril, esos activistas esperaban la llegada del secretario de Educación del estado, Isidro Muñoz, que se había comprometido a atender peticiones locales, sobre el mal estado de la primaria municipal y para construir una para discapacitados, llamada Papalotl, así como otros apoyos a los servicios educativos. El secretario no acudió y envió en su lugar a sus colaboradores Antonio Palma, Jesús Zimbrón, Maclovio Zurita, Israel Malpica y Cristóbal Reyes quienes, ya fuera porque estaban incapacitados para tomar decisiones, o porque se cebó en ellos el despecho de los pobladores plantados por el funcionario superior, fueron retenidos en el auditorio durante un largo tiempo, en que los propios activistas tampoco salieron del lugar. La irritación de los pobladores los condujo a atar cohetes a la cintura de los servidores públicos, para preservarse de un ataque de los granaderos que rodeaban el auditorio. La concertación de una nueva cita con el secretario puso fin al episodio.
Se trata de conductas que nadie puede cohonestar, porque ni siquiera se practicaron al cabo de procesos fallidos de interlocución en que no quedara a los reclamantes más que ejercer presión extrema (caso en el que, por supuesto, tampoco son condonables ni las retenciones ni la vejación y amagos). Pero sin duda tampoco son merecedoras de sentencias de prisión como si se tratara de secuestros, por más que la legislación penal mexiquense los equipare a ese género de privaciones de la libertad. El secuestro propiamente dicho es un delito que necesariamente requiere deliberación y al cometerse inflige a las víctimas, el secuestrado y los suyos, daños colaterales, como la mutilación que en ocasiones se practica para presionar por el pago del rescate o para que no se informe a la Policía, amén de la terrible angustia que provoca la impotencia y la certidumbre de estar en manos de individuos que carecen de límites en su actuación.
Ninguna de estas circunstancias se presenta en el secuestro equiparado, salvo la retención forzada, que no se prolonga más allá de dos días en uno de los casos a los que me refiero. Y sin embargo, el juez primero penal del fuero común condenó a dirigentes de los activistas que ejecutaron tales retenciones -Ignacio del Valle, Héctor Galindo, Felipe Álvarez- a 33 años con ocho meses por cada uno de los actos, de modo que se les sentencia a más de 67 años a cada quien, lo que equivale a una prisión perpetua.
Al contrario de lo que se opinó un año atrás, razón por la que se recluyó a esos dirigentes en el penal de alta seguridad de La Palma, llamado hoy del Altiplano, la sentencia no encontró que fueran de alta peligrosidad (por lo que deberían volver al penal local de Santiaguito donde estuvieron presos unos cuantos días en mayo pasado). Con base en ese razonamiento la sentencia fue considerada benigna, pues se fijó una sanción cercana al límite inferior previsto en la Ley (que castiga el secuestro equiparado con penas de entre treinta y sesenta años de prisión).
No son estrictamente comparables, porque se trata de instancias judiciales diferentes y de procesos no asimilables, pero denuncia el carácter represivo de la lucha social que implican las sentencias contra Del Valle, Álvarez y Galindo otras referidas a delitos causantes de graves perjuicios sociales. Daniel Arizmendi, apodado “El mochaorejas”, ha estado sujeto a varios procesos, en uno de los cuales se le sentenció a cuarenta años de prisión, aunque la condena no implica secuestro solamente sino delincuencia organizada y uso de armas reservadas al Ejército. Algunos de sus cómplices han recibido sentencias por 26 años de prisión, que se antojan benévolas dadas las prácticas en que incurrían los miembros de esta banda, que se evidencia en el mote de su jefe.
Del Valle, Galindo y Álvarez pueden ser sentenciados a mayor prisión porque se les acusa de delitos cometidos el 3 de mayo de 2006, que ostensiblemente no cometieron porque estaban rodeados por la Policía en una casa de Texcoco y allí fueron capturados.