Para no ser menos nos unimos en la estampida que abandonó la capital con destino a Acapulco. “Como Vicente, nos vamos a donde va la gente”, y aquí estmaos echadotes en nuestra casita que es un departamento tan nuevo, tan blanco, tan sin historia ni identidad, que la verdad aburre un poco.
Además acostumbrada a esa vorágine que es la vida del DF, parece que esto de no hacer nada no me sienta nada bien, porque me duele todo mi hermoso cuerpo.
El Querubín por su parte, llama con frecuencia a su negocio con la esperanza que le informen de algún problema que exija su presencia por allá, pero mientras eso no sucede, aguanta con valentía estos días en que juntos de la noche a la mañana, tenemos que esforzarnos por compartir horarios incompatibles.
Él es un relojito suizo cuya alarma suena al amanecer, yo una irredente trasnochada que por la mañana no se puede despertar.
De los horarios vampiro de los adolescentes que nos acompañan prefiero ni hablar: duermen durante el día salen a media noche, regresan con los primeros rayos del sol y chupan la sangre a todas horas.
Juntos y sin la rutina en que nos apoyamos para no tener que inventar la vida todos los días, pasados los primeros chapuzones en el mar, empezamos a sentir un cierto desasosiego.
En alguna parte leí que durante las vacaciones hasta las parejas mejor avenidas acaban por sacarse la lengua.
Acostumbrados a las imposiciones del reloj, ese Kronos miliciano que exige exactitud y puntualidad e impuestos al ritmo intenso de los montones de cosas que tenemos por hacer para poder disfrutar de unos “bien ganadas vacaciones”, de pronto bajar la velocidad y movernos al ritmo del Kairós, ese tiempo supuestamente gozoso que se desliza suave y sin prisa, si no tenemos cuidado puede convertirse en una pesadilla.
Observo a los jóvenes padres que rebasados por el movimiento perpetuo de sus chiquillos, acaban por refugiarse en la imprescindible computadora, para regresr por un rato al agitado mundo del deporte, de la política y del dinero que es lo suyo.
Los niños, el mar, el bloqueador, las toallas, los flotadores y los aperitivos playeros –desorden alimenticio que hace las delicias de toda vacación-corren por cuenta de mami, con lo que estos días no dejan de tener su obligada dosis de penitencia para todos.
Ni modo que no sea penitencia la envidia que me infligen las jovencitas que en las playas pavonean sus largos y torneados muslos, la panza de lavadero y su doble pechuga. -Son de silicón- asegura el Querubín, tirando baba tras el periódico.
Ni modo que no sea penitencia envidiar la libertad con que las muchachitas modernas contonean sus rostizados traseros separados apenas por un hilito dental como si una “nacha” le dijera a la otra “para que no te pases compañerita”.
No tengo nada contra las vacaciones, pero estamos en Semana Mayor y es necesario concederle cierta dosis de penitencia.
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