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Señales del mercado

Salvador Kalifa

En una sociedad moderna, el problema de cómo elegir entre los diferentes usos de la mano de obra y el capital para satisfacer miles de necesidades diferentes se resuelve mediante las señales que envía el mercado, que en esencia responden a la cambiante interrelación de los costos de producción, los precios y las utilidades.

En una economía de mercado, donde los costos y los precios se determinan en condiciones competitivas, la última palabra queda en manos de la perspectiva de utilidades, con la que se decide qué artículos se producen y en qué cantidades, así como cuáles no se producen.

Las empresas individuales, por lo general, tienen poca influencia sobre el precio al que ellas venden en un mercado competitivo, por lo que sólo pueden mejorar sus utilidades con disminuciones de costos y aumentos de productividad.

En dicho contexto, las utilidades no dependen de un alza unilateral de los precios, que es prácticamente imposible en un mercado competitivo, sino por el éxito en lograr una importante reducción de los costos de producción. La experiencia muestra claramente que las mayores utilidades van a las empresas con los menores costos.

Las utilidades, en síntesis, cumplen en una economía de mercado la función de guiar y canalizar los factores de producción a sus mejores usos alternativos. Esta práctica lleva a la asignación más eficiente de los recursos, que se destinan a las actividades que los agentes económicos valúan más.

Las utilidades, además, ponen una presión continua sobre los directivos de los negocios para que mejoren la eficiencia con la que usan sus recursos y aumenten la productividad de su empresa.

En los buenos tiempos esto les ayuda a que crezcan sus utilidades, en tiempos normales les sirve para buscar ventaja sobre sus competidores, y en las épocas difíciles puede ser la única manera de sobrevivir.

Si la producción de un bien no genera utilidades, o requiere de subsidios o precios de insumos por abajo del mercado para mantenerse operando, entonces es una señal de que la mano de obra y el capital que se dedican a su producción están mal utilizados: el valor de los recursos que deben usarse para fabricar ese artículo es mayor que el valor del artículo mismo.

Los comentarios anteriores muestran, por tanto, la importancia de que no existan distorsiones en los precios de los factores de producción y de los productos finales que pudieran cambiar artificialmente las señales del mercado en una economía.

El gobierno, sin embargo, muchas veces se convierte en un serio obstáculo para la asignación eficiente de los recursos. Esto sucede cuando se mete de productor con la creencia ingenua de que las utilidades no son necesarias, o cuando distorsiona los precios de mercado como una estrategia para promover el crecimiento de un sector industrial, ayudar a la población de menores ingresos, o mejorar el nivel de vida de sus habitantes.

Esa política siempre fracasa porque las distorsiones de precios modifican los hábitos de consumo, llevan al desperdicio, presionan la capacidad instalada de las empresas proveedoras de esos bienes o servicios, y hace que los agentes económicos destinen sus recursos escasos a actividades poco rentables.

La lección se aprendió en muchas partes del mundo, ante décadas de fracasos recurrentes de la intervención estatal. Ello motivó que diversos países optaran durante la última parte del siglo pasado por procesos de “privatización” de las empresas públicas, ya sea vendiendo sus activos a inversionistas privados, o aplicando en ellas criterios de gestión de negocios acordes a los principios del mercado.

Ello, sin embargo, no fue suficiente para que desapareciera todo vestigio de las prácticas intervencionistas y populistas de antaño, en particular en los países de América Latina.

El gobierno mexicano, por ejemplo, conserva el control de empresas públicas, a pesar de que en la práctica son botín de sus sindicatos o de sus administradores.

Por otro lado, sigue afectando las señales del mercado y las utilidades de las empresas interviniendo directa o indirectamente en la producción de bienes y en la fijación de algunos precios clave en la economía.

Nuestras autoridades siguen pensando que la distorsión de los precios, elevándolos para algunos por encima del que rige en el mercado, y manteniéndolos para otros por abajo del mismo, como sucede con algunos alimentos, el agua y la energía en México, es una estrategia adecuada para mejorar los niveles de vida de la población.

La ciencia económica y la experiencia han demostrado que intervenir en la fijación de los precios de los bienes y servicios que vende el sector privado, o manipular los que fijan las empresas públicas para beneficiar o salvar una industria, así como para “ayudar” a las clases necesitadas, tiene costos económicos que superan los beneficios de la medida.

La lección, sin embargo, no se aprende, como lo demuestran nuestros legisladores que, en un intento por emular las torpezas de legislaturas y gobiernos anteriores, están a punto de aprobar una Ley de Bioenergéticos que distorsionaría la asignación eficiente de recursos al limitar el uso del maíz para la producción de etanol.

Hay, es cierto, otros casos más extremos de distorsión de los mercados, curiosamente también en América Latina, como los de Venezuela, Argentina y Bolivia. Ello, sin embargo, es un triste consuelo, ya que sólo confirma el hecho de que la intervención gubernamental en las señales del mercado en nuestra región es una de las razones que explica nuestro rezago en la carrera económica mundial.

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