Pese a lo desangeladas que han estado las Fiestas del Centenario, a la notoria ineptitud de la Administración municipal para celebrarlas con un mínimo de dignidad y a las bromas siniestras del Profe Moreira, quien cada vez luce más como un aventajado alumno del decrépito tirano Fidel Castro, creo que debemos hacer una breve reflexión; no tanto sobre el aniversario mismo de la erección (sic) de la ciudad, sino sobre lo que significa ser de aquí, vivir aquí. Un servidor se considera capacitado para hacerlo por la sencilla razón de que tiene la mitad de la edad de Torreón y salvo un par de fríos años, siempre ha vivido en La Laguna. Y creo que eso cuenta. Por no decir nada de las infinitas discusiones al respecto, sazonadas con agua de alberca y cerveza no tan helada como uno quisiera.
Nomás para abrir boca, habría que hacerse algunas preguntas pertinentes: los de Torreón (o, como los malhoras fuereños dicen que pronunciamos: “Torriiión”) ¿somos diferentes? En caso afirmativo, ¿en qué consisten nuestras características singulares, que por simplificar habría que generalizarlas a muy diversos grupos, estratos y comunidades? ¿Y por qué fueron ésas y no otras?
Creo que los de Torreón somos ciertamente distintos a los nativos de Saltillo, Chihuahua, Durango o Zacatecas, agarrando los cuatro puntos cardinales y las ciudades importantes más cercanas, que (ojo) son todas capitales estatales. En parte ahí está una de las claves: nunca hemos sido centro de poder político y por tanto la esencia no tiene que ver con la del “capitalino”, así sea provinciano. Y revisando las fechas de fundación de esos centros urbanos, vemos que nos llevan varios siglos de ventaja. Lo que quizá explique una característica esencial del torreonense: lo novedoso.
Quizá el que ésta sea una ciudad con pocos años de edad ha configurado un fenómeno que yo siempre he encontrado desconcertante: cualquier cosa nueva deviene manifestación de masas. En este pueblo no puede abrir un restaurante sin que esté lleno de bote en bote las primeras cuatro semanas. Si sobrevive los siguientes dos meses (en que suelen no pararse ni las moscas, porque éstas y los comensales se fueron a otros comederos recién abiertos), quiere decir que ya la hizo. Ustedes recordarán cuando, hace algunos lustros, abrieron las llamadas “tiendas de importación”. Auténticos tumultos se agolpaban a las puertas de esos establecimientos, para comprar… lo que toda la vida habían podido comprar en MacAllen. Viendo aquellas turbamultas, uno creería que se trataba de ciudadanos soviéticos, que en su mísera existencia habían visto un Milky Way.
También se dice que la aspereza del clima y la tierra nos ha forjado como trabajadores y luchones. Que no esperamos a que la Providencia nos haga caer sus bienes, sino que nos arremangamos la camisa y nos ponemos a jalar. Conociendo a varios contemporáneos míos, que no han dedicado más que unos días de las últimas décadas a alguna actividad productiva, tal aseveración podría ponerse en duda. Lo que sí es que la ciudad fue construida de acuerdo a un espíritu de pionero, con gente llegada de otras partes esperando labrarse una vida mejor y algo queda de ese ímpetu. Y tómese nota: un torreonense que espera que el gobierno (municipal, estatal o federal) le resuelva sus problemas, puede ser visto abiertamente con sospecha.
Muchos nacidos aquí tuvimos padres venidos de otras tierras. La mayoría llegó a estos lares sin mucho dinero y con ganas de prosperar. Como ya había comentado anteriormente en este mismo espacio, ello debería ser un plus: no tener una aristocracia de rancios pergaminos ni apellidos rimbombantes ayuda a la armonía colectiva. Y así fue durante mucho tiempo: la sencillez y naturalidad en el trato era la norma y el millonario y su jardinero se trataban con el mismo respeto; las divisiones sociales no estaban tan acentuadas. Pero las nuevas generaciones, fomentadas por unos padres irresponsables, ignorantes y esnobs, andan en el proceso de crear una aristocracia petatera. De todos depende que esos monstruos de egoísmo y bluff (que tienen lo que tienen sin haber trabajado para lograrlo) sean aislados y despreciados.
Se supone que la diversidad de orígenes le ha conferido a la ciudad características más abiertas, liberales y cosmopolitas que las que comparten poblaciones más señeras y con edificios de cantera. Que somos mitoteros y generalmente tratamos bien al foráneo, eso que ni qué; como solemos decirles a los visitantes: “satisfechos no ser irán, pero crudos qué tal”. Lo cosmopolita me resulta dudoso, excepto en algunos enclaves ilustrados, que no abundan. Lo de liberal… bueno, depende de cómo tome uno el término. Siendo francos, el cotilleo, el rumor soltado a la menor provocación (sobre asuntos que van de adulterios a supuestas amenazas de bomba) y el chisme no se corresponden con una sociedad que se dice liberal.
También se habla mucho de la unidad lagunera. La verdad, yo nunca he sabido de dónde sacaron esa especie. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo sobre qué obras (pagadas con nuestro dinero) se va a dignar otorgarnos Saltillo… entre otras manifestaciones de incapacidad para llegar a consensos. En esta ciudad no se puede anunciar ningún cambio (estacionamientos, puentes, ampliaciones) sin que alguien se oponga ruidosamente, con cartelones y mucho grito y sombrerazo. En parte por eso aquí no hay las obras y la fisonomía urbana que existen en otros lugares.
Sin duda parte de la esencia del ser de Torreón proviene de nuestra verdadera herencia: la ciudad es fruto de la Revolución Industrial y de un par de sus principales puntales, el ferrocarril y la industria textil mecanizada. Aquí no hubo indios explotados (porque desde fines del XVIII una epidemia acabó con los últimos nativos, que nunca fueron muchos de cualquier forma) ni mineros encadenados al socavón (porque no había minas), ni muchas de las condiciones con que se sigue fomentando en tantas partes el victimismo, el agravio y el resentimiento. Desde un principio la comunidad fue “moderna” (¡Y cuidado con el término!) en ese sentido. El que tenía agallas, sentido emprendedor, mirada hacia el futuro y un poquito de suerte, podía hacerla. Como habíamos dicho hace mil días, no por nada éste era el Boomtown al que se dirigía gente de Europa, China y Medio Oriente a fines del siglo XIX. Ese espíritu es el que deberíamos honrar y fomentar.
Para el Porfiriato, Torreón representaba un ejemplo del modelo que pretendía introducir en todo el país: hacer de la nada un emporio, explotando las posibilidades de progreso a orillas del Bolsón de Mapimí. Hoy en día, dudo mucho que podamos presumir gran cosa como urbe. Ah, sí: tenemos una Media-Maravilla del Mundo en un cerro. ¡Por favor!
¿Qué más tenemos de positivo? Bueno, creo que pese a lo quejumbrosos que somos, seguimos viendo las cosas en buena luz, pecando incluso de ingenuidad. Digo, si te vienes a cocer en estos solazos, más te vale no ser pesimista. Somos alegres y expansivos, dados a la bohemia y cálidos con la gente, sea de donde sea. No somos muy ahorrativos, aunque no sé qué tanto se mantenga la cultura del “¿Dónde firmo?” Somos algo fanfarrones (aunque la goliza al América no fue fanfarronada y la disfrutamos horrores) y descuidados. Y a pesar de los pesares, muchos queremos terminar nuestros días aquí. Un buen porcentaje de quienes no pegaron su primer berrido en estas polvosas tierras, siente un extraño apego a ellas. Por algo será.
El tema se presta para mucho más (pero luego me golpean si me cuelgo en la extensión). El debate queda abierto. Medite el amable lector, discútalo con amigos y vecinos. Ya tenemos cien años. Ya es hora de asumir nuestra identidad.
Consejo no pedido para que no se lo coman en un mitote (una de las pocas palabras puramente laguneras): Busque torreonenses en las siguientes novelas: “La región más transparente”, de Carlos Fuentes; “No habrá final feliz”, de Paco Ignacio Taibo II y “Otras caras del paraíso”, de un servidor (en ésa no tiene chiste, pero sirve que la leen, je, je). Provecho.
PD: ¡Ya mero, ya mero, ya viene la sorpresa o alucine o lo que sea!
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