Así dice una canción cubana que me fascina. Se llama “Veinte años” y la cantan a dúo Omara Portuondo y Compay Segundo. Es una canción de despecho, de amor no correspondido, simple y sentida como tantas otras del mismo tema. Pero ésta tiene un verso que me atrapa, auténtica sabiduría expresada con nostalgia y fatalidad: “Si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar…”. Así nomás. Uno se repite esa frase y asiente aprobatoriamente. En efecto, la vida no es así de fácil, no se alcanza lo que uno quiere sólo porque sí; y mucho menos cuando siempre estamos anhelando lo que está fuera de nuestro alcance.
Pero ¿quién no lo ha hecho? Si soñar no cuesta nada, ¡sólo hay que tener imaginación!
Esa natural inclinación a la fantasía es una de las formas más comunes para evadirse de la realidad y una cierta dosis no le hace daño a nadie; es una manera sencilla de liberarse por unos minutos al día del estrés, desde “…si me pudiera quedar en la cama todo el día y no ir a trabajar…”, hasta “si me sacara el Melate, lo primero que haría sería irme de viaje…”. Ésa es la fantasía más recurrente: irse lejos, empezar de nuevo, creer que las cosas serán diferentes en otro lugar.
A veces las cosas que uno quiere alcanzar no se ven tan imposibles: salud, una pareja que nos complemente la vida, hijos, amigos, un trabajo seguro y cierta estabilidad económica que permita vivir con tranquilidad. No suena tan ambicioso. Hay quienes anhelan una casa, un coche o sencillamente tres comidas al día. Sin embargo, conseguir lo que uno quiere no depende de la intensidad de los deseos; casi siempre depende de circunstancias que la vida presenta y que nosotros no escogemos.
Por ejemplo, cuando está uno más sumido en las profundidades de los deseos no alcanzados, rumiando la injusticia de la situación y luchando por comprender la desigualdad de las oportunidades, la vida tiene un modo de disolver, en forma pragmática y contundente todas esas banalidades y se antepone: no nos queda más remedio que enfrentarla, agarrarla por los cuernos, como dicen los taurinos y entonces, por arte de magia desaparecen de la mente las nebulosidades y elucubraciones. Uno no escoge cuándo se presenten las cosas y que todo se acomode a nuestro ánimo y conveniencia; si así fuera, ¡qué chulada!, ¿quién podría quejarse? La realidad se impone y lo baja a uno de las nubes. Se hace lo que se debe hacer en el momento y punto.
Para ilustrar el párrafo anterior, hay en mi jardín un árbol de duraznos, de ésos amarillos, duros, de hueso pegado. Cada año lo podamos y fertilizamos. Cada año estamos pendientes de cuidar las flores, no se vengan las tolvaneras y las tumben. Ese árbol es importante porque de sus frutos disfruta mucha gente: nuestros amigos y la familia. Este año por andar en las nebulosidades, se nos pasó podarlo. Le salieron muchísimas flores y las tolvaneras no llegaron cuando debían. A consecuencia de estas dos circunstancias, -nuestra negligencia y la fuerza de la naturaleza- le brotaron al árbol tantos duraznos que dos ramas se rompieron y hubo que apuntalarlas con escobas, escaleras y con lo que se pudo. Estábamos ante una situación de emergencia: había que rescatar los frutos, porque las tardías tolvaneras de estos días empezaron a tumbarlos; hacerlos mermelada, prensados, embolsarlos y regalar; no se podían quedar ahí tirados así nomás.
Durante dos semanas de frenético trabajo, hemos envasado y regalado mermelada; hay duraznos prensados secándose por toda la casa y todavía le quedan frutos a nuestro árbol. Hasta que terminemos con esta ardua labor, no habrá tiempo de pensar en “si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar…”.
Así tal vez, pero en circunstancias más apremiantes y por razones de supervivencia real (no la de rescatar la cosecha de un solo árbol de duraznos, por más trabajo que dé) es como millones de mexicanos enfrentan día a día la vida que les toca vivir, sacando adelante el trabajo que está ahí y que no se puede dejar.
Conozco a mucha gente que lo hace: mujeres que todos los días barren el frente de sus casas, lavan la ropa, hacen de comer, planchan, van por sus hijos a la escuela y cada vez en mayor número, tienen otro trabajo. Empleados sencillos que viajan a diario apretados en camiones y albañiles que van transportados como ganado en las camionetas de los contratistas. Y así muchas personas que trabajan muy duro y ni remotamente alcanzarán en toda su vida ni una mínima parte de lo que quisieran. Por eso da tanto coraje que en este país haya tantos zánganos viviendo a costa del trabajo de los demás, como son los diputados; por eso el sentimiento de frustración al saber que Hacienda regresa a los enormes monopolios empresariales millones de pesos de impuestos, pero al ciudadano común y corriente le hace perdedizos unos pocos cientos por las razones más absurdamente burocráticas.
Por eso se pierde la esperanza porque por más que se invierta en educación, se sabe que la inmensa mayoría de los recursos jamás llegará a su destino. O quién sabe, tal vez ya se había pactado que éstos fueran a los bolsillos de unos cuantos. Por éstas y tantas otras razones es tan fácil en nuestro país caer en la ensoñación de “ya me vi en Acapulco…” o “ya me vi manejando un…”.
Qué saludable resulta el trabajo no planeado; como dice una amiga, nadie sufriría de depresión si agarrara una escoba y se pusiera a barrer. En el caso de los duraznos, la satisfacción de haber rescatado ese regalo de la naturaleza y poderlo compartir con seres queridos es enorme. Hasta que llegue otra vez ese insidioso pensamiento “…si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar…”.