Noche tras noche hago mi práctica: tendida en la cama cruzo los brazos sobre el pecho, rezo un Padre Nuestro y cierro los ojos para propiciar que el sueño –ese pequeño anticipo de la muerte- me lleve plácidamente al más allá. Fin, se acabó lo que se daba, da las gracias y despídete -me digo. Sin embargo, no me tomo en serio porque he notado que mientras realizo el ritual mortuorio, mi mente que no cae en simulaciones, hace planes para la vida: “mañana tienes que hacerte manicura” me recuerda.
Todo tiene fecha de caducidad y cumplida la mía, acabaré como todo el mundo empacadita en un cajón. Todo el universo conspira para empujarme cada día un poco más al final del camino y dejarme ahí sola, desmemoriada, sin pasaporte y ¡horror! Hasta sin cartera.
Al más allá tendré que presentarme sin cara, sin cuerpo y hasta sin mí. De que moriré no tengo ninguna duda… y sin embargo no me lo creo. Tú mueres, él muere, ellos mueren; eso es un hecho que he podido constatar. Que yo muera no me consta y mientras no me conste soy inmortal y derrocho mi tiempo con exhuberancia como si fuera un inagotable manantial.
Como dijo Hemingway alguna vez “Vivimos esta vida como si lleváramos otra en la maleta”. A pesar de las brutales mutilaciones que me han hecho otras muertes mucho peores que la mía; a pesar de las huellas con que mi cuerpo ha registrado el paso de los años, mi corazón insiste en permanecer juvenil y retozón como si el tiempo no lo hubiera masacrado.
Pero resulta que esta mañana gris y desangelada, ante la perspectiva de un cumpleaños que es más bien un precipicio, me ha dado por pensar que tal vez el manantial ya no es tan abundante. Empieza a invadirme un cierto desgano, algo así como lo que se siente al regreso de un largo viaje. No estoy con ánimo para un “happy birthday”.
Sólo quiero mis regalos y estar en otra parte. Tal vez desayunado unos churros con chocolate en el despreocupado barrio de La Chueca en Madrid. Me apetecería ordenar un ramo de delicadas flores –como la Señora Halloway, personaje de Virgina Wolf- y meterme después en cualquier Pub desde donde, cerveza de por medio, viera pasar a los adultos, viejos y niños que disfrazados de brujas y vampiros calientan la noche fría de Halloween en Londres.
Y por supuesto si de soñar se trata, siempre aparece mi chica material sugiriéndome al oído lo maravilloso que sería pasar el día comprándome regalos extravagantes y superfluos; ese tipo de cosas que cuando las descubrimos en alguna tienda nos provocan el irrefrenable impulso de adquirirlas como el bellísimo antifaz de cuero que adquirí alguna vez en el mercadillo de San Telmo allá en Buenos Aires, o el mantón “de Manila” que compré a un judío malhumorado una tarde en que me aburría como una ostra en Puerto Rico.
Pero no tengo tanta suerte y en lugar de montar en mi escoba para sobrevolar el mundo, estoy aquí esta mañana insípida y fría de vísperas del Día de Muertos y por lo tanto mi cumpleaños. Aunque no quiera, el tema llega solo: ¿qué pasaría si no muriera nunca? Si me levantara día tras día a sabiendas de que siempre habrá un mañana, que nunca dejaré de estar aquí y por lo tanto veré partir a quienes amo mientras yo sigo respirando para siempre? La verdad es que eso sería bastante peor que morir. La vida es una obra de teatro de una única representación y por eso vale tanto la pena. He leído en alguna parte que las personas con mayor grado de conciencia sobre la certeza de la muerte son las que se entregan con más pasión a la vida.
Pero bueno, si quiero saber algo más sobre la muerte, parece que de momento voy a tener que esperar. Y como dijo Nicanor Parra; así pasa la gloria del mundo/ sin pena, sin gloria y sin mundo.
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