Estamos en Boston. Se respira una atmósfera neoyorkina o viceversa: olores ventosos que salen del subterráneo y rebanadas de pizza simple de queso, como debe ser. Es posible encontrar algunas caras agresivas y engabardinadas cruzando de esta a aquella acera y basta cualquier detalle para cerciorarnos de que por aquí también palpita esa contracultura estadounidense que tanto fascina. Justo aquí en Boston están los todavía hijos de Kerouac, los todavía hijos de Gingsberg y bajo una lluvia nocturna y torrencial, es posible insertarnos a esa corriente de batidos (beated), que apretujados bajo un toldo esperamos que por fin abran las puertas de ese sitio de jazz, para el agridulce blues de la vida; este es el colofón perfecto para un día deambulatorio.
Durante todo el día la ciudad estuvo soleada y el río Charles fluyó exquisito. Anduve desde temprano sin dirección alguna, raspando las suelas bajo los árboles, a la orilla del río, por adoquinadas calles, hasta encontrar cerca del Fenway la imagen perfecta del guitarrero imperdible. Nada mejor que una esquina para recargar el hombro y fumar un pitillo, disfrutando tranquilo la ambiciosa persecución del sueño rocanrolero que permite saltar del Father & Son de Cat Stevens al Sonnet de Richard Ashcroft, par de ingleses ambos monstruos imperdibles, de los que dan de tomar agua de la mano. Por ahora la de la guitarra era una chica que andaba en mangas de camisa, estuve viéndola recoger de su estuche las breves monedas, antes de perderse calle arriba entre ladrillos de demolición. Es fantástico encontrar un Boston impregnado del olor a Bob Dylan, ese espíritu sureño y rural de los bluesman veteranos, la raíz contracultural de este país y de todos esos que van por las calles como piedras rodantes y sin dirección a casa.
Más tarde estuve charlando con algunos despistados en un pub cercano al parque de los Medias Rojas. Uno de ellos rebasaba los setenta y era un viejón que cada cuanto cerraba los ojos para frotarse lentamente la frente. Había estado con los Marines y en el brazo tenía tatuada la palabra Coraje. Había conocido a Hemingway no sé dónde y París era una Fiesta era su libro de cabecera… hijo –me decía— carcajeándose con toda la boca. Justo él fue quien me recomendó ese sitio de jazz nocturno, mas no quiso acompañarme, por aquello de que su doña lo estaba esperando con una sopa caliente. No debería decir que nos merendamos un par de Guinness para no despilfarrar en obviedades.
Bastaría mejor mencionar que la tarde pasó lenta y que nos despedimos con un abrazo, antes de que se marchara calle arriba entre ladrillo de demolición. Ignoro porque su imagen me hizo recordar a los que dicen que J.D. Salinger continúa escribiendo desde su refugio de ermitaño.
El caso es que me trepé al subterráneo como pude y me lancé al sitio recomendado, aprovechando antes para merendarme un par de simples de queso en alguna de esas pizzerías alargadas. Entonces fue cuando se abalanzó la lluvia. Hubo que apretujarnos en un grupúsculo bajo el toldo, en espera de que abrieran las puertas y se apagaran las luces.
Bastaría decir que hasta el humo se detuvo ante la magia de los jazzman, mas preferiría no ahondar en detalles; duele hacer sangrar de nueva cuenta las heridas causadas por los puyazos de esos negros.
Lo cierto es que como había dejado ya de llover cuando salí del concierto, y sólo había algunos charcos solitarios esparcidos, aproveché junto a una legión de autómatas para abalanzarme calle abajo como piedra rodante.
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