Por más que vaya a verlos, por más que los visite y que pase el fin de semana con ellos, sigue sorprendiéndome (y fascinándome) el hecho de que hayan logrado dejar la ciudad para irse a vivir al campo. Ella es poblana, se llama Lucía y las carnes robustas que le cuelgan son perfecto instrumento para el frío de la montaña; él es asturiano, se llama Carlos y el paulatino formar adobes y cortar leña le han curtido ya las manos. Se conocieron en Puebla y se enamoraron y se marcharon. Sólo les bastó conseguir ese terreno de tres hectáreas, que tiene bosque, tierra de cultivo y pradera, que tiene una vista que no se deja de admirar, para ponerse a construir con sus propias manos. Lograron que su casa tuviera tapancos cálidos y una cocina circular que parece nido rodeado de ollas que se descuelgan. Tan pronto terminaron la Cabaña del Sol recibieron a los primeros huéspedes por una tarifa nocturna de comidas incluidas. Tardaron algunos años en ahorrar algo de plata. Construyeron la Cabaña de la Luna, un temascal de barro y los comunicaron con un angosto sendero. Tuvieron una hija y depuraron el huerto. Caminaron lentamente río abajo por las mañanas e hicieron pan y vieron el cielo fulgurante por las noches. Terminaron luego la Cabaña de las Estrellas rodeada de árboles, inclinada hacia una milpa y siguieron caminando por un contiguo sembradío de magueyes que es el refugio de los pulqueros. Comenzaron a registrar a las visitas en un libro y tuvieron otra hija. Sacrificaron una oca para las fiestas y no se desmoronaron nunca.
Ellos ya están por cumplir diez años en su refugio. Nos gusta ir a visitarlos, e intentamos hacerlo a menudo, no sólo para sentir ese frescor y ese palpitar de viento atolondrado, sino para continuar atestiguando la evidencia y la evolución de una pareja que tuvo los pantalones de hacer lo deseado sin nada importarles. ¿Es que acaso son más “felices” ellos en su montaña? ¿Acaso es más “pura y placentera” la vida en ambientes apegados a la naturaleza y a los ritmos lentos? No he podido encontrar respuestas desde que los conocí hace años. No conozco ni sus intimidades, ni sus diarios cuestionamientos y aunque he percibido en ellos –al hablar sobre el estilo de vida que adoptaron— algunas frases salpicadas de subjetividad desconcertante, nunca ha sido suficiente como para entender la influencia de esos ritmos diarios en su personal acontecer. Los he observado y los he pensado y me he quedado mudo y sin respuesta. Incluso he intentado recurrir a algunas pequeñas señales: la destreza nocturna y solitaria de Carlos con el telescopio; el desaforado disfrute de ese costillar que compartimos; el rastro de Lucía en un amanecer rodeado de los magueyes; las niñas de pelos enmarañados después de correr durante todo el día. Mas nada es suficiente para encontrar una luz que permita conocerme más a mí mismo.
Desde entonces desistí a la búsqueda de respuestas y voy más tranquilo a su refugio. A veces acompaño a Carlos en bicicleta a un valle cercano y nos estamos tranquilos conversando sobre alguna plaga, que él dice que vendrá pronto, pero de la cual yo no entiendo nada. Nos despedimos por la tarde del domingo o el día que sea, antes de marcharme a mi acontecer citadino, a mis propios días. En alguna ocasión los he invitado a la ciudad… mas su reiterada negativa, la aversión al pavimento que percibo, me recuerdan las preguntas que tuve desde el inicio, invadiéndome de nuevo un aire de sospecha.
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