La reforma económica que hace 25 años emprendió Miguel de la Madrid e impulsó Carlos Salinas urge completarla con la reforma política. Hoy, la política luce obesa, floja y grasosa, sin músculo, flexibilidad y fuerza.
Es posible que, precisamente, a causa de aquella reforma la política mexicana haya sumado más vicios y adquirido su atonía y parálisis. Ni De la Madrid ni Carlos Salinas calcularon el efecto del replanteamiento económico del Estado sobre la política. Lo que haya sido, es menester sanear y adelgazar a los políticos para hacer más eficaz a la política y abrirla a un juego mucho más amplio y participativo.
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El saneamiento de las finanzas públicas y el adelgazamiento del Estado así como la apertura económica tuvieron un efecto devastador en la política.
Las dos primeras acciones significaron la pérdida de mil plazas de trabajo o posiciones para la élite política que, cuando quedaba fuera del Gobierno central o el parlamento, siempre encontraban acomodo en el sector público de la economía. La participación y los ingresos de la burocracia dorada estaban garantizados en ese amortiguador o tercer círculo de integración que eran las entidades del sector público. Encabezar un banco, una aerolínea, una cadena hotelera, una siderúrgica no era cualquier cosa y así, la vida de los hombres públicos era tan alegre como divertida.
La privatización de ese sector de la economía puso en la calle a muchos miembros de la casta dorada que, en su inmensa mayoría, no supieron rehacerse fuera de la política. Vivían para la política, pero también vivían de ella y vivían bastante bien. De ahí la graciosa frase aquélla de que: ?Vivir fuera del presupuesto, era vivir en el error?.
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Se adelgazó el Estado y muchos políticos se fueron al desempleo y quizá ?y vale decir ?quizá? porque este comentario es apenas una idea?, ahora se siente ese efecto secundario que nunca alcanzó a vislumbrar Carlos Salinas de Gortari: la desarticulación de la política y el engordamiento de los políticos.
A fines de los ochenta y principios de la noventa, el efecto de ese cambio en la estructura económica del país no se advirtió porque, a fin de cuentas, la propia clase política no acababa de entender lo que ocurría. La ideología y la práctica política del partido dominante, el tricolor, se desfiguró; el partido albiazul comenzó a argumentar que el concubinato con la corriente neoliberal del priismo no era pecado; y la izquierda perredista no supo (y hasta ahora, no sabe) cómo elaborar un discurso moderno frente a esa realidad, aunque sí se asumió como el receptáculo del malestar social derivado del neoliberalismo.
La crisis política, económica y social que el salinismo heredó a Ernesto Zedillo, hizo postergar el replanteamiento de la política mexicana. Por formación, necesidad y deformación, Ernesto Zedillo hizo de la Presidencia de la República una suerte de Gran Secretaría de Hacienda y delegó el quehacer político en un premier sin destreza ni talento, Emilio Chuayffet, que profundizó la crisis política que amenazaba al país. El PRI se desplomaba y a Chuayffet llegó a tocarlo la idea de dar un golpe al Congreso (1997) para sostener la hegemonía de su partido, cuando a éste ya no lo favorecía el voto y carecía de la fuerza.
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Los políticos, en vez de corregir el rumbo y evitar el naufragio de la política, corrieron a buscar los salvavidas. Se interesaron por su propia sobrevivencia, sin tomar nota de un detalle: la sobrevivencia de los políticos exigía rescatar a la política. Nomás querían ?como quieren? vivir de la política, pero no necesariamente vivir para la política.
El cuadro era y es lamentable. Los partidos están desarticulados. Su Gobierno es un dolor de cabeza. La multiplicidad de polos de poder sin Gobierno en los partidos (gobernadores, coordinadores parlamentarios, dirigentes) nulifica su actuación como conjunto y vulnera los acuerdos de largo plazo. Ninguno sabe establecer la sana distancia con sus respectivos Gobiernos. El protagonismo y el carisma de algunos de sus cuadros borra a sus estructuras. La lentitud de su actuación contrasta con la velocidad de las acciones económico-financieras. Los movimientos sociales, los rebasan constantemente. Los partidos hoy, en el mejor de los casos, son más reactivos que proactivos.
Pese a la evidencia, la élite política insiste en rescatarse a sí misma sin proponerse rescatar a la política. Del tal tamaño es el absurdo.
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Ante las pérdidas que les dejó la modernización económica, los políticos no pretenden la modernización de la política. Se proponen rescatar en su ámbito ?el Gobierno, el parlamento, los tribunales, los organismos autónomos y desde luego, los propios partidos? los privilegios que tenían y si se puede, algunas plazas extra.
En otras palabras, ante el adelgazamiento del sector público de la economía, los políticos están engordando las instancias de su actuación. Incluso muchas de las nuevas instituciones políticas comienzan a engordar y engordar, creando enormes burocracias como si la salvación de la élite política se cifrara en esa posibilidad. Cuando se ve la burocracia generada por el instituto electoral, la comisión de derechos e, incluso, el muy nuevo Instituto de Acceso a la Información, se advierte cómo engordan las instituciones y cómo pierden eficacia y agilidad.
Y si se voltea a ver el gasto de los partidos, uno se va de espaldas. Ya ni siquiera es el monto de las prerrogativas que tienen, sino las deudas con las que salen de cada proceso electoral. No tienen llenadera económica y están, en más de un sentido, en la bancarrota. Si se miran las partidas presupuestales abiertas o encubiertas con que se sirven los funcionarios públicos, sean del poder que sean o del órgano que sean, igual se va uno de espaldas.
El adelgazamiento de lo que fue el sector público de la economía, tiende a convertirse en el engordamiento del sector político público.
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Si ese fenómeno se redujera al crecimiento del gasto en la política, pero tuviera por atenuante un eficaz servicio político, quizá, podría aceptarse el costo de la democracia mexicana, pero no es así. Conforme aumenta el gasto de la democracia mexicana, crece su ineficacia, dejando por saldo una democracia defectuosa.
El Congreso parlamenta más de lo que legisla. El Ejecutivo finca su actuación en reformas legislativas de antemano atoradas y abdica de la imaginación política. El Judicial acelera su gasto, pero no la prontitud en la justicia. El IFE gasta mucho, siendo que lo que administra ocurre cada tres años, o sea, las elecciones. El IFAI está tentado por la idea de luchar contra la extinción de los elefantes blancos de la burocracia. A la CNDH cada vez le salen más caras sus recomendaciones... y la política fracasa.
El contrasentido de lo que está ocurriendo es increíble: cuanto más engordan los políticos, más se adelgaza la política. Esa ruta es intransitable y el descreimiento en los políticos comienza a golpear a las instituciones. Y lo único que están produciendo es una democracia defectuosa.
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