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Sobreaviso| Gobernadores

René Delgado

Se viven muchas paradojas. Entre ellas, la de los gobernadores: cuanto más peso adquieren en la escena nacional, más peso pierden en su propio territorio.

En la escena nacional, los gobernadores se presentan como un factor de poder rehabilitado en la balanza de las grandes decisiones nacionales, pero en cuanto uno se asoma a ver la condición de su propio Gobierno, resulta paradójico advertir la situación que guardan.

Más allá de su perfil y fama pública, el grueso de los gobernadores navegan o flotan en la mar de problemas. Sean jóvenes o viejos, modernos o prehistóricos, con o sin títulos académicos, con o sin experiencia política, de ésta o aquella filiación política, el grueso de los gobernadores arrastra problemas directamente relacionados con su capacidad de Gobierno.

Pensar en la consolidación de la democracia y el Estado de Derecho es imposible cuando los gobiernos que integran la República carecen de la fórmula y la capacidad para administrar la cosa pública, garantizar y acrecentar los derechos ciudadanos y fincar los pilares del desarrollo de su respectiva entidad.

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En el campo del narcotráfico, sólo dos estados escapan –al menos en lo que va del año y en esto, casi hay que ponerle fecha y hora al comentario– a la actividad de esa industria criminal: San Luis Potosí y Tlaxcala.

No está claro si ello es producto de las medidas adoptadas por los gobiernos de Marcelo de los Santos y de Héctor Ortiz Ortiz o si bien, ello responde a una circunstancia ajena por completo a su propia capacidad de Gobierno. Pero, por la razón que fuere, llama la atención que 30 entidades de la República afronten de una u otra manera la actividad del narcotráfico. En otras palabras, el 93.75 por ciento del territorio nacional tiene enquistada mayor o menormente a ésta o aquella otra organización criminal. Grave el asunto, sobran dedos de las manos para contar a los gobernadores que encaran como suyo ese problema. Cuando no se escudan en el socorrido argumento de que la actividad del narcotráfico es un asunto federal, toman una opción: se hacen de la vista gorda frente al problema o peor aún, forman parte del problema. Al terreno baldío de la irresponsabilidad, arrojan su supuesto compromiso con la ciudadanía.

El punto delicado, sin embargo, no es ése. Si el narcotráfico fuera el único problema que golpeara a la República, mal que bien se podría encarar y sortear ese desafío. El verdadero problema es que varios gobiernos estatales tienen perdidos o vulnerados los referentes y el tramado político, económico y social de las relaciones entre los ciudadanos y entonces, en la bajo alfombra del asunto criminal, traen un cúmulo de problemas que, con una chispa, podría provocar un enorme incendio.

Varios de esos gobernadores parten de la idea de que su incapacidad queda a cubierto, echando mano del recurso económico: una parte de ellos lo destina a la mercadotecnia política de su imagen y figura, otra parte lo destina al gasto público sin proyecto alguno y a la postre, no resarcen la pobreza política de su gestión. Confunden lo brilloso, con lo brillante.

Son contados los gobernadores o jefes de Gobierno que, sin desconocer el grave problema criminal, toman decisiones para desarrollar en tal o cual aspecto a la entidad bajo su Gobierno. Por eso, sus decisiones a veces se toman como parteaguas. No lo son, pero se agradece que al menos esos gobernadores o jefes de Gobierno tengan el coraje de tomar una decisión, sin importar si ésta es grande o chica, relevante o no, cosmética o sustantiva. Destacan sencillamente porque deciden y hacen cosas.

El grueso de ellos, no. No toma decisiones. Practica la política del corcho: flotar sin importar a dónde los lleve la corriente. El chiste es nadar de muertito, sobrevivir y vivir de los restos del naufragio. Parten del principio de que el que no hace nada, nunca se equivoca. Y vaya que son bastantes.

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Considerar, por ejemplo, a los gobernadores Ulises Ruiz y Mario Marín es perder tinta y espacio. En la más primitiva democracia, esos personajes hace tiempo tendrían que haber dejado el despacho de Gobierno de Oaxaca y Puebla. La impunidad de la que hacen ostentación no tiene límite.

En ambos casos, puede lamentarse la actitud de esos personajes, pero más lamentable es la argamasa de intereses que terminaron por prolongar su estancia en el Gobierno. En los rejuegos de poder, distintas instancias políticas del pasado y del presente terminaron siendo cómplices y socios del ejercicio del poder fincado en el autoritarismo, la arbitrariedad y la impunidad. Malo por esos gobernadores, pésimo por quienes aun queriéndose lavar las manos no logran quitarse esa grasa que los mancha.

Desde luego, en la escuela política de Ruiz y Marín hay varios gobernadores inscritos. Personajes que, tarde que temprano –y en esto no hay adivinación, sino claros indicios–, terminarán como aquéllos: en el Gobierno, a pesar de la ciudadanía. El caso del gobernador de Aguascalientes, el panista Luis Armando Reynoso Femat, corre en línea recta en esa dirección.

Y esperando turno para alcanzar inscripción hay varios gobernadores empeñados en integrar su currículo político para demostrar cuan parecidos son al poblano y al oaxaqueño. El tiempo dirá –y no hay mucho tiempo– si los hermanos de Patricio Patrón Laviada no terminan por inscribir al gobernador yucateco en esa escuela, a donde también parece quererse apuntar su vecino, el quintanarroense Félix González Canto. ¿Qué dirá de ellos el gobernador veracruzano, Fidel Herrera?

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No faltara quien diga que, bueno, esa escuela está más bien determinada por el subdesarrollo político de aquellas entidades. Pero no, la pobreza política también se da en el norte, el occidente y el altiplano del país.

Cuadros como Eduardo Bours, Natividad González Parás, Eugenio Hernández Flores o Enrique Peña son gobernadores que, en algún momento, hicieron pensar que la clase política podría encontrar en ellos una expresión más moderna, más comprometida, más capacitada, más arrojada y decidida, pero no. No fue así.

El gasto de Enrique Peña en el pulimento de su imagen no alcanza a cubrir la protección que ha hecho de su padrino, Arturo Montiel. Puede creer el gobernador mexiquense que su destino es concursar por lo próxima candidatura presidencial tricolor, pero mientras no tenga el coraje de sacudirse aquella sombra, sus posibilidades son muy pocas. El gobernador Peña confundió la solidaridad con la complicidad.

En el caso de los otros gobernadores mencionados, llama la atención los problemas que acumulan en su respectiva entidad. Algunos, como el sonorense Eduardo Bours, han conseguido echarlos bajo la alfombra de su oficina, pero para nadie es un secreto que esa bajo alfombra está ya muy abultada. Ocultar los problemas no es dejar de tener problemas, es crear uno más.

Decir que Natividad González Parás y Eugenio Hernández gobiernan Nuevo León y Tamaulipas, es un mero decir.

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Revisar la situación de los gobiernos estatales, es mirar una República desmadejada. Un país asediado por el crimen pero, sobre todo, lastimado por la falta de la institucionalización de la política. Una República deshilvanada, donde más allá del Gobierno Federal, los gobernadores ejercen un peso en la escena nacional que es levedad en su propio territorio.

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sobreaviso@latinmail.com

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