Una de las cuestiones más comentadas en Torreón es, sin duda, la vialidad. No sólo por que las autoridades locales y estatales –de la actual Administración y de las anteriores– la han considerado como elemento fundamental en sus planes de trabajo, sino principalmente porque todos la padecemos a diario: somos auténticos sobrevivientes del desastre, la incapacidad y lo peor de todo, la indiferencia respecto a lo que a nuestro circular por las calles se refiere.
Conocemos y sufrimos el caos derivado del DVR, su presunta proyección defectuosa –quizá más imputable a los malos conductores que a su diseño y construcción– y la vergüenza de no haberlo podido aprovechar, retener, reparar o modificar, como lo han hecho en casos similares tantas ciudades menos pretenciosas que la nuestra. Padecemos también la frustración del “Nudo Mixteco” que no sólo ha causado y causa inconvenientes a usuarios y vecinos provocando accidentes, atrasos y una imperdonable pérdida de tiempo, sino que sepultó en su polvareda las ilusiones que teníamos de estrenarlo, al cumplir nuestro primer centenario.
Por su parte, los puentes y el Periférico no cantan mal las rancheras y los mal llamados “cruceros inteligentes” siguen poniendo a prueba el IQ de quien sale de ellos sólo porque San Cristóbal lo protege.
Mi queja mayor, sin embargo, no se refiere a estas vialidades (para mí) domingueras, sino a las más comunes y cotidianas, calles grandes y pequeñas de toda la ciudad donde, gracias al factor humano que las controla, vigila y “atiende”, quienes las usamos corremos riesgo permanente de morir en el intento. Sé con seguridad que no hablo de nada ajeno a la experiencia del lector, pero si no reconoce los males que describo, lo invito a que salga cualquier día y a cualquier hora, por donde usted quiera, para comprobar que, en efecto, sobrevivimos porque Dios es grande, aunque el trato de nuestros agentes de tránsito, el departamento de obras públicas y demás organismos emparentados con la vialidad pública deseen lo contrario.
Todos los días cruzo parte de la calzada Abastos, la Diagonal, el puente Diana Laura y la Saltillo 400, de ida y vuelta y nunca puedo decir que lo hago “de corrido”, porque cada vez se me reserva una sorpresa, casi accidente, en el lugar menos pensado. Si está nublado, porque la humedad reblandece el asfalto, provocando que se formen innumerables cráteres que delatan la pésima calidad de los materiales que pavimentan las calles; si llueve, porque el agua abrió pozos como para nadar con todo y coche (mismos que cada año se vuelven a rellenar, con la consabida molestia de los transeúntes y mediante reparaciones malas, entretenidas y costosas, sin prever que lo mismo sucederá una y otra vez, mientras no se utilicen materiales y procesos de calidad. Si durante meses se estuvo trabajando para emparejar el terreno y convertir calles de tráfico continuo en pares viales más prácticos (ambos sentidos clausurados al mismo tiempo, ¡faltaba más!), basta con que se declare concluido el trabajo para que, cuando apenas va uno circulando por la flamante vía, todavía en plan de estreno, se encuentre de buenas a primeras con que ya comenzaron las reparaciones: Simas abrió la calle, porque necesita reconectar tuberías o desviarlas; Obras Públicas está corrigiendo quién sabe qué defectos imprevistos, Parques y Jardines está plantando o quitando arbolitos, etc.
Todo lo cual concluye en parches e interrupciones. Si pasa usted a las 7:00 de la mañana por una calle en condiciones más o menos decentes, cuando regrese, horas más tarde, se encontrará con que ya no puede circular por ahí, porque el paso está clausurado “por obras”. Después de medio caer en la zanja recién abierta, pues nadie la anunció, busca un desvío por rutas paralelas y se encuentra con que ahí está cerrado el paso por juego, danza o manifestación o lo atraviesa un trailer surtiendo al centro comercial. Y si ni usted ni todos los que necesitan pasar pueden hacer nada por despejar la vía, mucho menos lo hará el departamento de Tránsito, que se lava las manos.
Por fin encuentra un camino alterno; hace fila junto a los demás, desesperados todos por llegar a su destino y cuando parece que hay luz al final del túnel, surge la barredora municipal, que a las 8:00 de la mañana o en pleno mediodía anda haciendo sus faenas, sin importar que sean las horas de mayor circulación. Igual pasará con las pipas de agua que riegan los camellones centrales de estas vías supertransitadas o con los camiones de la basura, listos para bloquear el paso de quienes apuradamente pretendemos llegar a cumplir con nuestras labores. Si todo fuera mala planeación, imprudencia o felonía de la naturaleza…; pero aún hay más.
Cuando logró salvar los obstáculos de esa carrera cotidiana hacia el trabajo o hacia el hogar –según el sentido de su andanza– y está a punto de llegar a su destino, justo a media cuadra de la entrada se topa con una cinta amarilla cerrando el paso y detrás de ésta, uno o varios agentes indicándole que de ningún modo puede pasar. ¿Por qué? Porque en ese momento se coloca un anuncio espectacular, porque están pintando rayas o porque se va a meter el cable de la luz, a conectar un semáforo, a repavimentar un pedazo de calle a rellenar el pozo que dejaron los empleados de SIMAS o de la CFE cuando arreglaron un desperfecto. Usted podía haber doblado en la esquina anterior, pero nadie le avisó nada; los agentes que cuidan la cinta amarilla no pudieron instalarse una cuadra antes para desviar el tráfico desde ahí, sino que prefirieron quedarse en el preciso lugar donde usted no puede hacer nada, donde junto a otros en sus mismas condiciones está atrapado sin salida, donde no le queda más que maldecir o de plano, ponerse a llorar.
Yo no sé si éste es un mal exclusivo de Torreón; lo que sí sé es que cada vez se hace más frecuente. Sé que los servidores públicos se van convirtiendo en nuestros torturadores, que la indiferencia por el bienestar ciudadano es cada vez mayor, que no valemos un rábano para nuestras autoridades, porque si lo valiéramos se protegería nuestro derecho a circular seguros, a viajar sin zozobra, sin temer ni esperar el próximo pozo, la próxima desviación, la caída en una zanja. Si interesáramos un poco, la labor de los controladores de tráfico, tránsito y vialidad sería facilitarnos las cosas, no empeorarlas; prevenirnos, protegernos, ayudarnos a solucionar un problema, antes que de que sea imposible; conscientes de su papel, trazarían para nosotros rutas seguras que nos permitieran llegar sanos y a tiempo a la escuela, a la oficina, a preparar la comida, a descansar. ¡Qué va! Ignoro si esta enfermedad de indiferencia y descuido nos aqueja sólo a los laguneros, sacrificados y dejados, incapaces de exigir a las autoridades responsables el cuidado y la protección que nos deben; pero sé que en otras partes la consideración hacia el público es infinitamente superior a la que observamos aquí y que la gente no asume como parte del pecado original el desprecio de organismos e individuos cuya razón de ser es el servicio a la comunidad. Nos hemos acostumbrado al maltrato y al desprecio.
Es lamentable, porque al generalizarse esta conducta, se extiende hacia otros ámbitos, manifestándose en la desobediencia a las leyes, la imposición de la violencia, el irrespeto a las normas de urbanidad, la violación sistemática del derecho ajeno y en consecuencia, la imposibilidad de vivir en paz. En mi opinión, alcaldes, diputados, gobernadores, deben atender esta cuestión, pues en las vías públicas se traza el camino hacia el interior de corporaciones, casas y oficinas y lo que ocurre en la calle se traslada al interior, ahogando cualquier gesto de solidaridad, de interés comunitario, de respeto por el bien social.
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