La democratización de México está plagada de sorpresas. Hace treinta años existía el temor generalizado de que los movimientos guerrilleros se extendieran. Las sublevaciones y la violencia eran el horizonte previsible. No fue así. Hace un cuarto de siglo –ya con las reformas del 77 en curso- la gran apuesta era un giro a la izquierda. México un país de pobres sólo podría tener ese destino. El PAN no era una alternativa popular. La otra posibilidad se decía era similar a la de algunos vecinos de sur: una feroz dictadura de derecha con el Ejército detrás. Nada similar ocurrió.
Hace 20 años, cuando surgió el Frente Democrático Nacional, entre los opositores había la creencia generalizada de que el PRI –como los viejos partidos de estado- se desmoronaría. La competencia electoral enterraría al PRI. “En elecciones limpias, decía un analista, el PRI no gana ni un municipio”. No fue así. Dieciocho gubernaturas no equivalen a la muerte. Hace quince años con la carga histórica de la pesadilla del 88 y la fuerte figura de Cuauhtémoc Cárdenas circulando por el país, la creencia común era que las elecciones del 94 ganaría la izquierda. La modernización política de México pasaba por la creación de nuevas alternativas políticas, nuevos partidos. PRI y PAN olían a rancio. Ganó Ernesto Zedillo con casi el 50 por ciento de votación. Sorpresa de nuevo. Por fin en el año 2000 llegó la alternancia y se dio por donde menos se predijo.
La historia reciente nos da muchas lecciones de lo miope que el análisis puede ser. Las esperanzas de modernización política de México han estado durante décadas obsesionadas con los partidos de Oposición al PRI, sobre todo los nuevos, con el nacimiento de una inminente democracia social, con la conquista de la Presidencia, con figuras redentoras: Cárdenas, Fox, AMLO. Pero la realidad del país camina por otros senderos. Esa miopía merece explicación y parte de ella radica en el enorme peso de lo “políticamente correcto”, de un discurso viciado que vende bien pero no atiende a los hechos.
El primer acto de la apertura política de nuestro país se centró en la ampliación de derechos para las minorías, en los nuevos partidos políticos y en el Legislativo. El resto del andamiaje institucional parecía simplemente no ser relevante. De eso ante la opinión pública sólo queda e IFE. Con todo y que vive hoy días de tormenta su aprobación entre los mexicanos sigue siendo razonable. En la modernización política de México hay dos grandes fracasos: el verdadero desprecio de los mexicanos por los partidos políticos y por sus legisladores.
La gran sorpresa que todavía no aquilatamos es la Suprema Corte de Justicia. La nueva era se inició con las reformas del 94 que en su momento fueron severamente cuestionadas y criticadas. La Corte ha luchado en contra de una desconfianza generalizada hacia las normas y hacia nuestro sistema de administración de justicia. Sin embargo lentamente ha ido ocupando su lugar y hoy -con 49 por ciento de confianza- es uno de los principales asideros de nuestra vida democrática. Recuerdo algunos de los asuntos recientes en que la Corte ha jugado un papel muy relevante para los mexicanos: revisión del Artículo 9º. constitucional, que dio fin al corporativismo oficial; Aguas Blancas; nivel jerárquico de los tratados; facultades del Ejecutivo en presupuesto y veto presidencial; VIH en miembros de las Fuerzas Armadas; candidaturas independientes; asuntos de retenes y cateos; inamovilidad de miembros de la judicatura; libertad y expresión (caso del poeta campechano y el lábaro patrio); y la Ley de Radio y Televisión. Despenalización del aborto que está en proceso.
Los efectos de este fortalecido actor político sobre la vida política nacional todavía no pueden ser del todo ponderados. Un Poder Judicial más vigoroso hará que México sea más atractivo para realizar inversiones, tendrá un impacto sobre la imagen de nuestro país en el mundo, también en asuntos como derechos humanos o la propia democracia mexicana. Pero quizá lo más importante sea la pedagogía jurídica que va asentando nuestra muy incipiente cultura legal. Hoy la señal de mayor congruencia de lo que debe ser un Estado de Derecho no emana de los legisladores, menos aun de los partidos: emana de la Corte. Edificante sorpresa. Es el nuevo gran actor de nuestra democracia.
El caso de la llamada Ley Televisa es muy significativo. Una iniciativa negociada a espaldas de la sociedad, que mostraba -una vez más- colusión de intereses entre la pareja Fox con las grandes televisoras, que dejaba fuera los legítimos derechos de las estaciones comunitarias, aprobada a velocidad vergonzosa por los legisladores, algunos de los cuáles admiten con cinismo “nunca haberla leído”, repudiada por los posibles competidores dadas las evidentes ventajas que otorgaba a los viejos actores frente a los nuevos, parida sospechosamente durante la campaña presidencial, todo un engendro.
Pero la pedagogía jurídica no implica que todos los pronunciamientos de la Corte nos parezcan adecuados. Para el caso por ejemplo creo que fortalecer de nuevo el mecanismo de la concesión sujeta un margen enorme de discrecionalidad que inhibe la denuncia y fomenta la corrupción. El Senado tendrá que corregir. Pero eso no es lo importante. Lo verdaderamente histórico es la fuerza de este contrapeso de la democracia mexicana que echó abajo una aberración jurídica y política que involucraba al jefe del Ejecutivo, al Legislativo y a los grandes poderes fácticos. Esa es la aportación histórica. ¿Hay algo que festejar? Sí: el país de un solo hombre, un solo partido, el de unos cuantos, el de las confabulaciones contra los intereses comunes, ese ya no tiene mucho espacio en el nuevo México.