“Durante los hospitalarios domingos en el jardín de su casa, Daniel Cossío Villegas prevenía contra lo que él llamaba el sospechosismo, es decir, la tendencia a desconfiar, dudar, recelar de todo”.
Carlos Fuentes
Los legisladores panistas de la capital exigen la renuncia de Emilio Álvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, por no haber presentado una controversia constitucional en contra de la Ley que despenaliza el aborto. Los perredistas, mientras tanto, demandan que sea José Luis Soberanes, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el que renuncie y la razón es, precisamente, que ha presentado esa controversia.
No debe sorprendernos. Los políticos en nuestro país no entienden, no han entendido nunca, la función de un árbitro o una autoridad. Para ellos el único funcionario que vale es el que accede a todos sus deseos. Quienquiera que se oponga a sus designios debe ser, por definición, corrupto, perverso o tonto… o alguna combinación de los tres.
Los panistas, que hasta hace poco se mostraban satisfechos con el desempeño de Álvarez Icaza por sus cuestionamientos al Gobierno perredista de la capital, hoy lo consideran absolutamente inaceptable por haber rechazado respaldarlos en su intento por echar para atrás la despenalización del aborto. Y los perredistas, que tanto aplaudieron a José Luis Soberanes cuando éste señaló violaciones a los derechos humanos por parte de la Fuerza pública federal y estatal en San Salvador Atenco y Oaxaca, hoy exigen su renuncia por las decisiones que él y su equipo han tomado en los casos de la indígena Ernestina Ascencio (o Ascensión) y de la Ley capitalina sobre el aborto.
El coordinador de los diputados federales del PRD, Javier González Garza, declaró ayer: “Es vergonzoso que la Comisión Nacional de Derechos Humanos ahora sea el defensor de los intereses del Ejecutivo”. Ni en el caso de Soberanes ni en el de Álvarez Icaza se permiten los críticos suponer que el funcionario haya tomado una decisión por convicción. La sospecha es que sólo pueden haber actuado por sumisión o por corrupción.
El sospechosismo parece endémico en nuestro país. Surge de la idea de que nadie en México puede dar paso sin huarache. Todos somos culpables de corrupción mientras no demostremos lo contrario… o incluso si lo demostramos.
Los presidentes de las comisiones de derechos humanos no son las únicas víctimas del sospechosismo. Ahí están los consejeros del IFE, considerados valientes cuando votan a favor de uno o de su partido, pero corruptos o cobardes si sus decisiones son contrarias a los intereses de uno. El mismo caso se aplica a los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
¿Cuántas veces hemos visto este sospechosismo enfocarse sobre las decisiones de jueces, magistrados o ministros del Poder Judicial? Si un juez falla a mi favor, esto demuestra que yo tenía razón desde un principio; pero si decide en contra, simplemente comprueba que está vendido.
Los periodistas somos tantas veces responsables de esta maniquea actitud, que no deberíamos quejarnos cuando nos convertimos en víctimas de ella. ¿Cuántas veces acusamos a algún político de corrupción porque toma una decisión con la que no estamos de acuerdo? ¿No nos negamos acaso a reconocer que, simplemente, pudiera estar basada en un principio o razonamiento distinto al nuestro? ¿Cómo podemos así quejarnos cuando algún político o algún colega nos acusa a los periodistas de sostener posiciones no porque estemos convencidos de ellas sino porque alguien nos ha llegado al precio o nos ha presionado para no decir lo que realmente opinamos?
¿Se acuerda usted de Santiago Creel? Sí, ese político que hoy es coordinador de los senadores del PAN pero que antes fue precandidato del PAN a la Presidencia de la República y secretario de Gobernación. Se le acusó de haber otorgado de manera discrecional permisos de juego a Televisa a cambio de un apoyo electoral. Nunca nadie presentó prueba de que se hubiera vendido, y lo que es más elocuente es que Televisa no le mostró ningún trato preferencial como precandidato. No se le puede culpar de haber rescatado el término del sospechosismo, cuando él mismo fue víctima de esta actitud. Lo curioso del caso es que el mismo Creel ha caído en ese sospechosismo al sugerir que los legisladores que votaron a favor de la nueva legislación de telecomunicaciones y radio y televisión deben haberlo hecho por corrupción o por cobardía ante la presión de las televisoras.
Quizá el sospechosismo sea una enfermedad incurable del mexicano. Tal vez seamos incapaces de imaginar que alguien, especialmente un político, pueda tomar alguna decisión por convicción. Algo debe decirnos el hecho de que, a medio siglo de distancia, el término que utilizaba Daniel Cossío Villegas en sus discusiones de domingo siga hoy tan vigente como entonces.
MONREAL
A veces no es sospechosismo sino simple mala leche. Al actual senador perredista Ricardo Monreal se le acusó en 1998 de estar involucrado con el narco a fin de impedirle ser nominado como candidato al Gobierno de Zacatecas. La acusación demostró ser falsa, pero él aprendió la lección. Hoy Monreal afirma que “se pudo haber lavado dinero ilícito del narcotráfico” en la campaña electoral de 2006 y considera al PAN como principal sospechoso. No ha presentado ninguna prueba de ello y no la necesita. Sabe que en la calumnia no es necesario probar sino simplemente lanzar la acusación. Al final, algo quedará de ella.