Ayer murió Ryszard Kapuscinski. Para muchos, el nombre resultará tan impronunciable como desconocido. Para otros, la noticia será la muerte de un escritor que les provocó una lectura interesante o una reflexión profunda. Para otros, la noticia viene acompañada de la tristeza porque ya nunca saldrá otro libro de él, porque ya no hará otro viaje a una tierra exótica y regresará para contarlo.
Eso era lo que hacía. Empacaba la maleta y se iba a vivir un año a África a reportear una guerra civil, o a buscar en Etiopía gente que le platicara sobre el emperador Haile Selassie, o a vivir a Teherán para cronicar la caída del Sha de Irán, o a recorrer la antigua Unión Soviética y anticipar su caída.
En libros como ?El Sha?, ?El Emperador?, ?Imperium?, ?La Guerra del Futbol?, ?Otro Día de Vida?, ?Ébano?, dejó una pasión de toda la vida por registrar movimientos sociales y políticos pero no desde el punto de vista de los poderosos, sino de la gente común, de la gente que, a final de cuentas, es la que padece la violencia de las revoluciones. En sus viajes, Kapuscinski documentó todo el proceso de descolonización de África en los años 50 y 60, cuando los países del continente lograron su independencia de las potencias europeas.
?El Emperador? fue el primer libro suyo que leí, un encargo de René Delgado para una clase. Era su relato sobre Etiopía después de la caída y muerte del emperador Haile Selassie. Nunca había leído un libro así, una crónica periodística tan penetrante y escrito de manera original. Buscando obsesivamente al ?Ministro de la Pluma?, el encargado de registrar cada acto del monarca, y simplemente dejando que los personajes hablaran, sin necesidad de que el escritor ensuciara el texto con sus opiniones.
Varios años después, me llevé a Rusia su libro ?Imperium?, en el que registra sus viajes por la Unión Soviética y su regreso a ella en 1989 para documentar su caída, en un viaje que lo llevó del círculo ártico a Afganistán y del Océano Pacífico a Polonia, su tierra natal.
Artesano de la literatura, Kapuscinski podía, en oraciones breves, destilar todo un compendio de hechos y emociones. ?Cronista del Tercer Mundo?, le llamaban. África, Asia, Latinoamérica eran sus territorios, más cómodo en Kinshasa o San Salvador que en los círculos literarios de Londres o Nueva York.
Fascinado por mundos exóticos, Kapuscinski añadía a sus reportajes el rigor del historiador, la carrera que había estudiado. Cada viaje estaba precedido de una inmersión en cuanta literatura podía encontrar del tema.
Su prestigio era tan imponente, de periodista sin par en el mundo, que cuando me lo presentaron me quedé asombrado al ver un hombre de mediana estatura, un poco encorvado, de pelo canosos y desordenado. No parecía un hombre que hubiera sido sentenciado a muerte cuatro veces en Angola y el Congo, y que una vez escapó de milagro a un pelotón de fusilamiento.
?No, no soy maestro, soy reportero, dime Ryszard?, me dijo Kapuscinski cuando lo conocí, en una comida con cuatro o cinco editores del periódico Reforma. Pasmado al principio ante ese hombre que era definido en el New York Times o el Financial Times como el mejor corresponsal extranjero del siglo 20, no encontraba otra forma de dirigirme a él que el típico ?maestro? o ?señor?. Cargaba 70 años en ese septiembre de 2002 y era menudo, de movimientos lentos y tímido pero de sus ojos diminutos salía una mirada filosa.
No era sólo un reportero. En ocasiones era sociólogo o sicólogo, a veces hasta profeta. Sólo tenía que leer los códigos, los cotidianos o los históricos. Alguna vez narró que en Teherán sabía los días en que iba a haber violencia porque esos días no salían los comerciantes a vender a la calle. Con la misma precisión, podía decir a dónde iba el mundo. Sólo hacía falta saber escuchar.
?Escuchar, ver, estar, sentir, compartir?. Esos son los cinco sentidos del periodista, decía Kapuscinski. La clave del periodismo no está en las relaciones de poder, sino en la gente, que no son objetos de estudio, sino seres humanos con los que hay que compartir para que se abran a contar su experiencia de vida. El otro siempre es el que importa, decía.
Recuerdo que le pregunté si no le interesaba México como una materia de estudio. Quizá la frontera con Estados Unidos, un territorio tan interesante e indescifrable como Europa Oriental. ?Ya estoy muy viejo para eso?, dijo. ?Para eso están ustedes?.
El mundo después del 11 de septiembre de 2001 lo había cambiado a él también. Creo que ya no reconocía el planeta cuyas revoluciones (27 en total) narró con detalle en despachos cortos para la Agencia Polaca de Prensa y en reportajes extensos usando las notas que le quedaban en la libreta. Pero sus textos, aún escritos décadas antes, se volvieron más relevantes que nunca.
De esa forma, el viaje por las repúblicas de Asia Central (Uzbekistán, Tajiskistán) se vuelve una clave para estudiar sociedades en las que el Islam tuvo un renacimiento después de la caída del comunismo soviético, que contribuyó a hacer de esa región un embrión del fudamentalismo. La misma visión está presente en múltiples conferencias, entrevistas y ensayos. Su descripción detallada de la revolución de 1979 en Irán, la caída del Sha y la llegada del Ayatola Jomeini ayuda a entender ese embrollo geopolítico que es el Irán de hoy. África hoy, continente al que Kapuscinski dedicó la mayor parte de su vida y su obra, se entiende mejor después de leer ?Otro Día de Vida? o ?Ébano?: una región de contornos indefinidos, cuya infinidad de culturas tiene el común denominador de la pobreza y la explotación.
Al final, Kapuscinski dejó en su último libro la forma en que le gustaría ser recordado. ?Viajes con Herodoto? traza sus andanza por el mundo en paralelo al antiguo griego considerado el primer historiador y, por lo tanto, el primer periodista.
Ya no habrá más libros como ésos, porque ayer murió Ryzsard Kapuscinski. Dice Umberto Eco que la ética empieza cuando ?el otro? entra en escena. También el periodismo es así. Pocos como Ryszard Kapuscinski entendían el concepto de ?el otro?, a quien hay que respetar, escuchar, y con quien hay que dialogar y compartir. Por lo mismo, pocos como él entendían, y vivían, el periodismo.