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Tolerancia

Addenda

Germán Froto y Madariaga

Es verdad que el cardenal primado de México, Norberto Rivera, frecuentemente da pauta para críticas, en razón de declaraciones o acciones poco meditadas. Pero, también lo es que otras veces tiene razón en lo que hace y ésta es una de ellas.

Hace unos cuantos días, un grupo no identificado, pero presuntamente partidario del PRD, agredió al cardenal al salir de una misa dominical.

Ante esos hechos, el cardenal interpuso una denuncia contra quien o quienes resultaran responsables e indirectamente pidió protección a las autoridades de la Ciudad de México.

El prelado está en todo su derecho de pedir protección ante la actitud de grupos intolerantes que reaccionan violentamente frente a todo aquel que no piense como ellos o no comulgue con sus ideas.

Sin embargo, no podemos dejar de señalar que esa actitud intolerante es el resultado de conductas semejantes que hemos venido desarrollando a lo largo de muchos años y en ese tipo de conductas también ha participado la Iglesia en su añoranza de ser la única institución depositaria de la verdad cristiana.

No obstante que en sus orígenes los primeros cristianos fueron objeto de persecuciones e intolerancia, una vez consolidado el cristianismo, la Iglesia hizo lo mismo con los seguidores de otras doctrinas y se impuso en muchos países como la religión obligatoria.

Prueba de ello, es que en el Acta de Independencia de México, se reconocía a la Católica como la única religión del naciente Estado mexicano, más por temor que por convicción. Y no fue sino hasta la llegada de Benito Juárez, cuando se dio la separación entre la Iglesia y el Estado y se convirtiera éste en un ente laico.

Esa historia es de sobra conocida en nuestro país. Pero además, nosotros hemos crecido en un ambiente de intolerancia que se refleja en muchos aspectos de nuestras vidas.

Aún ahora, muchos clérigos se refieren a las otras iglesias como sectas, a pesar de la visión adoptada por la propia Iglesia a raíz del Concilio Vaticano Segundo.

Lo mismo sucede en ámbitos como el político, pues en la mayoría de los casos reaccionamos acremente contra todos aquellos que no profesan nuestras mismas ideas, llegando al extremo de aplicar aquella conocida frase de san Ignacio de Loyola, de que: “En una plaza sitiada, cualquier disidencia es traición”.

Sólo que San Ignacio, al fin estratega militar, se refería a un estado de guerra y no a la convivencia ordinaria entre los hombres.

Si no es al través de las ideas intolerantes, no se explica que después de dos mil años, todavía haya quienes reaccionen contra el pueblo judío, porque, según alegan: “fueron los que mataron a Cristo”.

Pero la intolerancia comienza desde la niñez, enfrentando los sexos como algo que tiende a la confrontación y no al complemento.

Continúa en la familia, enfrentando a padres con hijos y viceversa. Los jóvenes son insoportables, a los ojos de los padres y éstos “ya chochean”, a juicio de aquéllos.

Algo semejante sucede entre alumnos y profesores, unos y otros e muestran intolerantes ante el contrario y pocos son los que logran entenderse y respetarse.

Entre grupos sociales sucede lo mismo. Algunos son unos nacos y los otros unos perfumados.

Somos intolerantes con los vecinos si invaden, aunque sea escasamente, nuestros espacios de la calle o si no sacan su basura a tiempo.

Es explicable entonces, que llegado el caso, los mismos hombres y mujeres que conforman los partidos políticos sean intolerantes frente a sus adversarios, a quienes ven como verdaderos enemigos a los que hay que aniquilar en cuanto se pueda, sólo porque no comparten nuestras ideas.

Nos tornamos intolerantes aún frente a las instituciones y más concretamente frente a quienes las dirigen.

No obstante que tenga razón en sus reclamos, es perfectamente explicable que un grupo de pelafustanes agredan al cardenal Rivera.

¿Cómo se le puede pedir tolerancia a esa gente, si como sociedad no hemos hecho otra cosa que alimentar la intolerancia?

Lo dicho: tenemos que cultivar los valores desde la niñez para aspirar a ser una mejor sociedad.

Y, “hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.

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