El presidente de la República no sabe lo que dice. No sólo yerra en el uso del lenguaje sino que, enfrentado a la delincuencia, emite advertencias en vez de realizar acciones. Se refirió a los bandoleros como a quienes “criminalizan” a nuestros jóvenes. Ignora, pues, el significado de criminalizar, que quiere decir atribuir la condición criminal a una conducta. Por ejemplo, en Estados Unidos se busca criminalizar el ingreso de personas sin documentos, es decir se pretende convertir en crimen, en delito castigado por la ley penal una falta administrativa. Lo que las mafias hacen con la juventud es corromperla, degradarla mediante el consumo de los tóxicos con que engordan su negocio.
No importaría mucho que Felipe Calderón fuera, como su antecesor, de habla descuidada. No es irrelevante porque la mala enunciación conduce a la incomunicación. Pero en este caso, subrayo que con ese desliz verbal Calderón reveló su creencia de que la recuperación de la seguridad pública se asemeja a un pleito de barriada, en que la bravuconería es parte de la contienda: “Yo quiero refrendar que no sólo vamos a perseverar en el esfuerzo, sino que mientras más violenta sea la conducta de quienes criminalizan (sic) a nuestros jóvenes, más enérgica va a ser la respuesta del Gobierno”.
El Ejecutivo reaccionó de ese modo el martes, en Colima, ante la evidente incapacidad gubernamental de frenar las ejecuciones presumiblemente realizadas por bandas de delincuentes. En la víspera se había multiplicado por siete el promedio de tres asesinatos por día, y habían sido ultimadas más de veinte personas. El mismo día en que produjo su declaración se conocieron ocho ejecuciones más. Y al día siguiente fueron siete los muertos, cinco de ellos agentes policiacos, sin incluir en esa cifra las víctimas en enfrentamientos: en Campeche y Tijuana, en donde se produjeron enfrentamientos a balazos en que murieron en total tres delincuentes y dos policías. En la ciudad fronteriza la insolencia de los bandoleros llegó al extremo de enviar un comando de veinte miembros, armados y vestidos como si fueran agentes federales, a rescatar a uno de los suyos, encamado en el Hospital General, que permaneció sitiado durante cinco horas. Aunque en uno y otro caso la autoridad detuvo a delincuentes, la captura se debió a la casualidad, más que a la puesta en práctica de un plan.
En la falta de ese plan, de acciones realmente concertadas estriba la flaqueza de la posición gubernamental, la evidencia de que su propósito es crear en el público una percepción, la de que se lucha contra la delincuencia (como si ésta fuera una corporación con mando único) en vez de hacerlo en los hechos. Como indudable señal de que, contra las apariencias, el Gobierno Federal da en realidad palos de ciego en ese combate, tenemos el caso de las policías federales, que están descabezadas desde hace tres semanas sin que la sociedad sepa la causa. ¿Es posible creer que en verdad habrá una respuesta más enérgica contra las bandas delincuenciales si ni siquiera hay quién mande en la Agencia Federal de Investigación y en la Policía Federal Preventiva?
Calderón anunció al comenzar diciembre que uniría esas dos corporaciones, para lo cual es preciso reformar las leyes que establecen sus funciones y su adscripción. Hasta la fecha, ha omitido iniciar el proceso legislativo correspondiente. Quiso, en cambio, actuar en los hechos, aunque hacerlo supusiera infringir los ordenamientos cuya reforma no ha buscado. Otorgó el mando de las dos corporaciones a una sola persona, Ardelio Vargas Fosado, un político local de Xicotepec de Juárez, Puebla (donde fue alcalde), que por azares del destino y enigmas del sistema autoritario devino secretario general del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), cuando lo encabezó Fernando del Villar, un salinista igualmente improvisado en esa función.
Al concluir la Administración foxista, Vargas Fosado era jefe del Estado Mayor de la Policía Federal Preventiva y había hecho méritos en campaña al consolidar, a sangre y fuego literalmente, al gobernador Ulises Ruiz, para lo cual no vaciló en romper la ley mediante detenciones arbitrarias y maltrato cruel a sus víctimas. Con ese blasón reciente se puso en sus manos dos corporaciones con fines e integración diferentes, para constituir una Policía Federal, como se llama ya oficialmente a una entidad todavía no formalizada. A partir del ocho de diciembre, cuando esa estrategia se inició en Michoacán, las dos corporaciones o la que estuviera resultando de fundirlas quedaron sujetas no a la Procuraduría General de la República, de la que depende la AFI, ni a la Secretaría de Seguridad Pública, de que forma parte la PFP, sino en los hechos a los mandos militares de la Secretaría de la Defensa Nacional.
De buenas a primeras, sin explicación, hace tres semanas, el 30 de marzo se anunció la caída de Vargas Fosado. Para disimular su fracaso se le asignó la dirección del Centro Nacional de Planeación, Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia, de la Procuraduría General de la República. Quizá desde perspectivas diferentes, pero las funciones implicadas en esa denominación podrían ser las mismas de la SSP, que en la misma fecha anunció su reestructuración con subsecretarías destinadas, entre otras tareas, a la evaluación, estrategia e investigación policial.
Mientras tanto las policías federales carecen de jefes, lo cual no se sabe si es bueno, malo o regular.