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Tunick en el Zócalo| Relatos de Andar y Ver

Ernesto Ramos Cobo

La encueradera en el Zócalo fue como el fluir del pensamiento al escribir estas líneas y vestir la página sin reparar en las comas porque al fin y al cabo hacía frío y algunas flacas corrían de un lado a otro y otros con el monigote rasurado y bastante chaparrones algunos, azules y color marrón otros, mas todos de piel escurrida y dos ojos, salvo aquel que pasó a mi lado con un parche y dos bastones, pero tan tan, se acabó la espera y entonces la gente de Spencer Tunick gritó fuera ropa y pues qué se le va a hacer si ya estando allí no había ni para dónde hacerse, no había de otra, mas que ponerse el traje de recién nacido, siendo lo complicado sólo el primer centímetro porque lo demás fue el seco sonido de ropas cayendo al suelo como trapos rotos.

Pero del envirotamiento colectivo ya se hablará en su momento, de ese sumirse en el mar de cuerpos, porque por ahora se precisa empezar con el principio y el principio es justamente el despertador, los tenis sin calcetines, los pants sin calzones, al tráfico incipiente de Reforma que explota en avenida Juárez y la decisión acertada de estacionar detrás de Plaza Solidaridad, justo donde estaba el Regis, a un costado del Retrato dominical de Rivera, así que desde la Catrina mágica génesis de nuestro pueblo hasta el Zócalo para otro retrato y como es madrugada el trémulo nocturno, el compartir complicidades con los extraños que desaparecerían más tarde, sin preguntarnos los motivos, todo esto en el centro de nuestra patria que se muestra de nueva cuenta fantástico, que nocturno es delirante, piedra viviente y gritona y torbellino de gente que en Madero forma una fila en la cual me incorporo, en la cual aguardo, en la cual un tipo de Cuernavaca promociona tres noches de hotel nudista por el precio de dos, en la cual un tipo de gabardina parece el flasher perdido en su hora más triste, en la cual las parejas fluyendo eran después hombres solos y después familias y chicas despreocupadas y las hormigas en el estómago y las 4:30 que son interminablemente las 5:00, las 6:34, los ¡Goya! ¡Goya! ¡Universidad! y la Catedral Metropolitana imponente e iluminada en nuestro Zócalo que tiene amplitud de brazos abiertos, pero aún más, que tiene amplitud de pulmón, pero aún más, que parece respirar todo el “transparente aire de esta región”, pero aún más; es la plancha de nuestro centro un receptáculo de pies desnudos.

Ya habrá otra ocasión para hacer elegías a nuestras piedras, porque ahora toca desaparecer y tiritar de frío, conformar la cuadrícula perfecta de los autómatas y recorrer la alfombra de cuerpos, tatuajes y nalgas vastas, miembros dondequiera que al multiplicarse extrañamente desaparecen, hasta dejarme allí solitario en la descarnada desnudez de siempre, de la cual no podremos desprendernos aunque nos arranquemos las ropas, un Lucian Freud entre todos nosotros.

Así que no hay remedio y por ello la soledad se resume en aguardar quietamente que el obturador haga su trabajo, probablemente reconfortado por los consejos del vecino que al parecer está versado en aquello del hatha y de los nirvanas y dice que el calor fluye del centro de la Tierra hacia nuestros cuerpos o probablemente silencioso, atemorizado por aquel bigotón tatuado que gritando amenaza con encuerarnos si no nos callamos.

ramoscobo@hotmail.com

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