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Un cuento de horror

Adela Celorio

Cuando Catherine Deneuve y Sofía Loren ya reinaban en el firmamento del cine, yo todavía no lograba convencer a mis padres de que me permitieran usar medias porque: ¿para qué quieres correr si de todos modos en algún momento la vida te va a alcanzar y hasta te va a caer encima? Cumplí quince años y estrené por fin mis primeras medias.

Desde entonces, la vida no me ha dado tregua. Ocupaciones propias de mi sexo y condición social como ser linda, prudente y polivalente esposa y madre, me mantuvieron ocupada durante veinte años, en los cuales marido y niños crecieron. Esposito se convirtió en exitoso empresario y los niños en jóvenes e independientes universitarios, mientras yo; sin goce de sueldo ni asenso previsto, seguía siendo la abnegada asistente de tiempo completo para mi familia.

Ante el síndrome del nido vacío y cansada de ser esposa pobre de marido rico, dividí los siguientes veinte años entre el estudio y el trabajo remunerado fuera de casa, realizando a la vez insólitos malabares para no desatender demasiado mi papel de gran mujer atrás del gran señor con quien dormía.

Ganar mi propio dinero restauró mi autoestima y todo parecía marchar bien hasta que una mañana en que raramente disponía de tiempo para mirarme con detenimiento en el espejo, me encontré con que como mi padre había advertido; la vida me había caído encima.

Arrugas y manchas marcaban en mi cara la geografía y la historia de mis peripecias. ¡Qué cara ajada! ¿Cómo conciliar esa mirada sin brillo y los profundos surcos alrededor de los ojos, con mi joven y terco corazón empeñado siempre en perseguir sueños nuevos? ¿Quiere decir que me he esforzado tanto sólo para conseguir esta cara? ¡Qué carajada!

Confieso que no pude resignarme a encarar así a una sociedad que sobrevalora la juventud y la belleza. En mi desolación se me ocurrió la peregrina idea de que podía echar a andar en sentido contrario el reloj de la vida. Magnífico negocio, he invertido veinte años en ganar el dinero para poder pagarme una cirugía plástica que me rejuvenezca unos cinco.

De inmediato empecé a llamar a mis amigas solicitando referencias de un buen cirujano plástico. Las conseguí y sin siquiera consultarlo con la almohada, tomé la decisión: Mañana me opero, le informé al querubín quien sin pestañear siguió mirando en su pantallota el juego México-Costa Rica.

Después, en la penumbra de mi mente que empezaba a salir del sueño artificial de la anestesia, recuerdo haberlo escuchado preguntando a mis hijos: ¿Pero por qué su madre nunca me dijo que pensaba hacer esta tontería justo ahora que empezaba a convertirse en una vieja tan guapa?

Sin poder hablar, desde mi semiinconsciencia respondí: ¡#$%&! Perdón querido y paciente lector, estoy consciente de que en esta intensa capital suceden cosas mucho más interesantes que mis histerietas (sic), pero yo en este momento, encerrada tras una burka de tejido bien grueso que oculta una cara que ha quedado como si hubiera chocado de frente con el Metrobús; no puedo concentrarme en ninguna otra cosa.

Tal vez dentro de tres o cuatro semanas me atreva de nuevo a mirarme en el espejo. Espero cuando menos reconocerme y ojalá; encontrar una respuesta más o menos aceptable de por qué a mi edad, insisto en hacer tan monumentales tonterías.

Aunque tal vez encuentre la respuesta es estas revistas carísimas que se mantienen de exhibir fotos e intimidades de la “Beautiful People” del mundo; y que para mantenerme quieta me han regalado mis hijos. Quizá la respuesta esté en el magnífico palmito que muestran en las páginas de dichas revistas, las eternamente jóvenes Catharine Deneuve y Sofía Loren.

adelace2@prodigy.net.mx

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