dice el dicho que los dioses suelen castigar a los mortales otorgándoles todo lo que desean. Y es que, en ocasiones, no hay peor enemigo de la tranquilidad y la satisfacción que el éxito completo. Algo así se puede decir de la aplastante victoria israelí en la llamada Guerra de los Seis Días, que este mes cumplió cuarenta años de ocurrida.
Decíamos el domingo pasado que el año 1967 fue particularmente fructífero en eventos que dejaron huella. Y está difícil encontrar un acontecimiento que haya tenido más trascendencia hasta nuestros tiempos que la Guerra de los Seis Días. Por eso la abordaremos el día de hoy.
Remontémonos a la primavera de 1967. Israel no tenía aún veinte años de nacido y se hallaba rodeado de países enemigos que se la tenían sentenciada.
Jerusalén se hallaba dividida (como Berlín) a consecuencia de las líneas de cese al fuego, tras la Guerra de Independencia de 1948-49, gracias a la cual el Estado Judío no sólo había sobrevivido, sino que se había expandido más allá de los límites que le había otorgado la ONU.
Cientos de miles de palestinos expulsados por ese conflicto se hallaban rumiando sus agravios en espantosos campos de refugiados en Egipto, Siria, Jordania y Líbano... esperando que sus hermanitos de esos países acabaran de una buena vez por todas con “la Entidad Sionista” (hasta la fecha, en Siria está prohibido escribir la palabra “Israel”... dado que en teoría no existe tal país) y poder regresar a sus antiguas residencias, las que habían abandonado durante la anterior guerra. La cereza en el pastel era la retórica del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, quien no dejaba pasar un día sin gritar que no tardaría mucho en aniquilar a Israel, recuperar para los árabes toda Jerusalén y devolverle sus tierritas a los palestinos.
De esa manera quería impulsar su imagen de líder indiscutido del mundo árabe. Para respaldar sus bravuconadas confiaba en las ingentes cantidades de equipo militar (principalmente soviético) que había adquirido a lo largo de los anteriores diez años. La balanza se veía muy desequilibrada en contra de los israelíes.
Confiando en su superioridad, Nasser decidió poner manos a la obra en mayo de 1967: solicitó el retiro de los Cascos Azules de la ONU que separaban a las Fuerzas egipcias de las israelíes en el Sinaí. Y anunció el bloqueo del Estrecho de Tirán, vía marítima por donde pasaba todo el petróleo de Israel... lo cual, de acuerdo al derecho internacional, constituye un acto de guerra.
La ONU obedeció diligentemente la solicitud de ahuecar el ala, de manera tal que para principios de junio ya no había barrera física ni moral entre los enemigos jurados. La cuestión ya no era si iba a haber guerra, sino cuándo empezaría ésta.
Los israelíes se acordaron de aquello de que “quien pega primero, pega dos veces” y procedieron a sorprender a los árabes con los pantalones abajo. En una operación de prodigiosa audacia, magnífica planeación y mejor ejecución, lanzaron un ataque aéreo por sorpresa sobre los aeropuertos militares de Egipto, Jordania y Siria. Antes del mediodía del cinco de junio, Israel tenía la supremacía total en el aire: las Fuerzas Aéreas de sus enemigos habían sido barridas del mapa en unas cuantas horas, la mayoría de los aviones destruidos en tierra antes de tener oportunidad de despegar.
Mientras tanto, los blindados israelíes cortaban como cuchillo en mantequilla las líneas egipcias. En la mayor batalla de tanques desde la Segunda Guerra Mundial, Israel (irónicamente) mostró que las lecciones de la Blitzkrieg todavía funcionaban. Las Fuerzas egipcias fueron despedazadas por completo. Al anochecer del siete de junio, los tanques israelíes llegaban a orillas del Canal de Suez: la Franja de Gaza y toda la península del Sinaí estaban en sus manos.
Esa misma tarde, la infantería de Israel rodeó Jerusalén y luego de fuertes combates contra la Legión Árabe Jordana (la única unidad militar que les presentó resistencia, pese a las bravatas de Nasser) en las calles de la Ciudad Santa, lograron conquistarla.
Por primera vez en diecinueve siglos, los judíos podían orar en el Muro de las Lamentaciones controlando el lugar. Por logística (y por el puro méndigo vuelo, como dirían en mi pueblo), los israelíes procedieron a ocupar toda la rivera occidental del Río Jordán (la famosa Cisjordania). No pensaron en las consecuencias que ello tendría luego.
Para terminar la labor, entre el diez y el 11 de junio los israelíes barrieron a los sirios de las Alturas del Golán, cerros desde los cuales se habían entretenido bombardeando los Kibbutz judíos desde hacía décadas.
Total: en seis días, una guerra de libro de texto y una victoria ciertamente aplastante, aparentemente decisiva. Los israelíes se sentían en la gloria; los árabes, profundamente humillados. Tal vez esos sentimientos fueron los que dictaron las pésimas decisiones que se tomaron después... y que todavía seguimos lamentando.
Claro que a toro pasado, todo mundo es Manolete y es fácil decir hoy qué debió haberse hecho cuatro décadas atrás. ¿Qué era lo que debía haber pasado? Ahorita creo que resulta muy evidente:
Los árabes tendrían que reconocer, tras la paliza recibida, el derecho de Israel a existir y negociar la internacionalización de Jerusalén, que habría quedado bajo régimen de la ONU. Los israelíes deberían haber desocupado todo el territorio conquistado en esos seis días e iniciar negociaciones para crear un Estado palestino en Cisjordania y Gaza. Y a su vez los palestinos deberían aceptar ese país disminuido, pero viable, teniendo en cuenta la necia realidad.
El problema es que no ocurrió ninguna de esas cosas. Los árabes se entercaron en no reconocer a Israel (¿quién los había tundido entonces?); esto le dio a los judíos el pretexto para no desocupar los territorios conquistados... condenando a Israel a fungir como Ejército de Ocupación durante las décadas siguientes, dañando seriamente su fibra moral y sus apoyos externos.
Los palestinos, a su vez, siguieron demandando la destrucción de Israel para quedarse con toda Palestina y recurrieron al terrorismo para avanzar (¿?) su causa. Total, las peores decisiones posibles.
Para acabar de fruncir lo arrugado, los palestinos se las ingeniaron para causarle problema y medio a sus anfitriones en Jordania (de donde fueron puestos de patitas en la calle en 1970) y Líbano (donde siguen siendo un elemento disruptor importante) y los israelíes cometieron la suprema torpeza de permitir la creación de asentamientos y comunidades judías en Cisjordania... un territorio que no es suyo, que nunca lo será y que les cuesta un ojo de la cara conservar y resguardar.
Así pues, vista desde la óptica de estos cuarenta años, la Guerra de los Seis Días no fue decisiva ni mucho menos: ayudó a prolongar el conflicto, dañó las bases morales de Israel, ayudó a los radicales de uno y otro bando y creó una situación que, con el paso del tiempo, se ha hecho cada vez más insoluble. Y aunque el único loquito que sigue abogando hoy en día por la desaparición de Israel ni árabe es (el presidente iraní Ahmadinejad), los extremistas árabes e israelíes parecen seguir marcando la agenda. Para colmo, los palestinos se hallan en estos momentos en una situación que podemos considerar de guerra civil.
Lo que les ha faltado a todos, judíos y árabes, es altura de miras y noción del futuro. Seguir viviendo con la herencia de una guerra de hace cuarenta años sólo apunta a una pavorosa ausencia de liderazgo y de compromiso. Claro que los valientes y los honestos no suelen ser premiados en aquellos lares. Pregúntenle a Sadat. Pregúntenle a Rabin. Vía Ouija, por supuesto.
Consejo no pedido para que le sirvan enchiladas kosher: Lea “La chica del tambor”, del maestrazo John LeCarré y vea la película homónima (The little drummer girl, 1984), con Diane Keaton: un resumen de la ambigüedad moral, el juego de espejos axiológicos, la indefinición ética de este conflicto. Provecho.
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