Han pasado muchos años desde que tuve mi primer encuentro con el maestro, jurista, político, escritor de rostro sereno, mirada tranquila, cuyos ojos, detrás de los arillos metálicos, adquirían un tono verde jaspeado, que escrutaban el alma de su interlocutor. Presidente, en ese entonces, del Tribunal Superior de Justicia de Coahuila. Años atrás ocupó la secretaría general de Gobierno -cuando Román Cepeda Flores se dio cuenta que debía gobernar con su gente y no con los que le había heredado su antecesor-. En los años que lo conocí, 1965, este honorable abogado aún rebosaba energía, se veía dinámico con una memoria envidiable. En aquellos años fumaba cigarrillos, los que me consta a edad provecta aún seguía consumiendo, sin que su salud se viera afectada. Era notable verlo caminar en las galerías, punto de reunión de postulantes, del Tribunal -cuya presidencia, para entonces, ocupaba ya el ilustre magistrado José Fuentes García-, envuelto en una nube de humo que no sé si llegó un día en que dejó de acompañarlo. Creo que le aprendí muchas cosas cuando coincidimos en ese arte de decir lo correcto y equitativo, después de revisar voluminosos infolios. Una lección que no olvidé jamás. Los jóvenes de aquellos años que lo tratamos y recibimos sus sabios consejos quedamos marcados para siempre. El derecho se ejerce verticalmente, solía decir, cualquier desviación a la larga suele atormentar la conciencia del justo.
Era de baja estatura, delgado rostro, amplia frente, con corazón de litigante toda su existencia. Su hablar era suave, como el viento que sopla hacia tierra en el amanecer de un varadero, jamás lo escuche cambiar el tono de su voz. Cuando hablaba, era la de un exegeta del derecho. Se movía lentamente pero no lucía falto de vigor. Por algún lado he de tener una foto donde aparece flanqueado por los magistrados Ruperto García, serio, vehemente e impetuoso, conocedor de su materia, daba la impresión de ser una locomotora brincando a gran velocidad a punto de abandonar los rieles, frente a la calma risueña de Luis Felipe del Río quien con su bonhomía parecía no estar en el lugar, sino en un sarao palaciego. Los tres eran los pilares sobre los que descansaba el trabajo del Supremo Tribunal de Justicia en aquellos fragorosos años. Afuera de la vetusta casona, donde se celebraba la ceremonia de protesta de nuevos jueces, la fresca alameda con sus árboles añosos, los patos graznando en el lago Coahuila, niños bajo la vigilancia de sus padres arrojando pedazos de migajón desde la orilla, las parejas paseando en su aceras, los novios sentados en las bancas platicando sus cosas y el tráfico de vehículos como en cualquier ciudad del interior. La provincia en todo su esplendor, cándida y bella.
Eso era don Neftalí, un abogado lugareño que brillaba con el prestigio que le daba su sabiduría. No entendería a ese rincón de la patria que es el pueblo de Arteaga, con sus calles empedradas, sus bardas de adobe, sus plazas arboladas, su acequia por donde permanentemente se desplaza caprichosa y torrencial el agua que brota espontánea de las entrañas de la tierra, recorriendo la avenida principal, sin la existencia de un abogado de alcurnia al que imagino con los pies desnudos, chapoteando de niño en el agua, al pie de un enorme y frondoso sabino, esperando tranquilo su venturoso destino. Hubo de esperar cien años más uno para develar el misterio que encierra el infra mundo. Dejé de verlo hace tiempo, sólo de vez en cuando lo encontraba, absorto, sumido en profundos pensamientos, caminando en algún pasillo del lóbrego edificio que alberga la justicia -levantado por el tesón del gobernador Óscar Flores Tapia en el lugar en que las vías del tren impedían el crecimiento de Saltillo, que contra viento y marea ordenó retirar-. Del litigante me llamaba la atención su atuendo, de traje y corbata, que siempre he creído es el uniforme que debe portar el abogado que se respeta. Era un profesionista vestido a la antigüita, con gran presencia y rancio abolengo.
En sus giras de trabajo por la entidad lo recibían solícitos los que en esos años hacían equipo en el Tribunal, escuchaba con atención y cortesía teniendo, el don de la comprensión aferrado a su comportamiento. Nada lo alteraba como hombre acostumbrado a las flaquezas de sus subordinados a los que casi como un buen padre de familia los llamaba a que se sometieran al imperio de la Ley en cuanto asunto fuera puesto a su consideración. Nunca salió de sus labios un reproche, jamás ordenaba sino que sugería. Ese fue su legado para los que le conocimos. Me atrevería a decir, aunque caiga en la frase consabida, que de esos hombres ya no hay. Abogados de un temple distinto al de los de hoy, en los que era característica su disposición apacible junto a una fortaleza enérgica y valentía serena para afrontar dificultades y riesgos. Hoy está litigando, si se me permite figurarlo, en el foro inmarcesible de lo perpetuo, donde creo saldrá indemne. Ahí sus palabras adquirirán la fuerza que otorga la bondad. Es el Tribunal más supremo de todos, es aquel que conduce a la eternidad. Si el talento sobrevive a la muerte no hay nada de qué preocuparse. Lo mejor que puede decirse, a manera de epitafio, es que fue un hombre que vivió gozando de un espíritu sagaz e independiente. Descanse en paz.