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¿Un nuevo país americano en el 2008?

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Quienes vivimos en el Continente Americano solemos no tener la más remota idea de lo afortunados que somos. No sólo por la belleza y generosidad de esta tierra bendita, sino porque las cosas suelen resultar más estables que en la mayor parte del mundo. No nos referimos, por supuesto, ni al entorno político ni a las placas tectónicas. Más bien, a que los estados nacionales que conviven en esta América están bien definidos desde hace más de siglo y medio: sabemos quiénes somos y en dónde estamos. Y ello tiene como consecuencia que haya muchas menos guerras y conflictos entre países que en los otros continentes.

Así, nos encontramos que desde que Uruguay (okey, okey: la República Oriental del Uruguay, o sea la que queda p’allá de ese río) aseguró su independencia de Argentina y Brasil; y las repúblicas centroamericanas decidieron seguir cada quién por su lado, hace más de 160 años, los países de América han sido básicamente los mismos. La única excepción la constituye Panamá, nacida en 1903. Pero ese proceso fue una triquiñuela de los gringos para que el istmo se separara de Colombia (su propietaria original) y poder construir el mentado canal. Además, de eso ya pasó más de un siglo.

Y hasta eso: para hacerles la vida más fácil a los chiquillos de primaria, además no tenemos la manía africana de cambiarles de nombre a los países ni de andar rebautizando las capitales.

Lo cual contrasta notablemente con lo que ocurre con, por ejemplo, Europa, en donde históricamente nacen y desaparecen países que es un contento. Polonia fue borrada del mapa dos veces y reapareció tres en los últimos dos siglos y cuarto. Checoslovaquia nació en 1919, despareció en 1939, reapareció en 1945 y en 1993 se fraccionó (según un proceso llamado “El divorcio de terciopelo”… si semejante cosa existe en este mundo) en dos entidades, Eslovaquia y la República Checa, país que retuvo la mayoría de los buenos futbolistas y las modelos con mejores piernas del Sistema Solar. Por no decir nada de las seis repúblicas que surgieron de la antigua Yugoslavia y las quince que fueron traídas a este Valle de Lágrimas in rigor mortis por la ex Unión Soviética.

¿Y qué me dicen de aquellas regiones de ciertos países africanos que han buscado separarse de sus estados originales? Katanga trató de zafarse del Congo (otra maniobra imperialista, por cierto; en esta ocasión promovida por compañías mineras belgas) y Biafra de Nigeria en los años sesenta. Ambos esfuerzos fracasaron, no sin dejar su cauda de muerte y miseria. Eritrea, por su parte, logró independizarse de Etiopía hace menos de quince años.

En cambio, en América no hemos tenido nuevos partos ni defunciones desde la primera mitad del siglo XIX (con la excepción panameña ya explicada). Insistimos, algo notable si se compara con lo ocurrido en el mismo lapso en el resto del planeta.

Por supuesto que ha habido movimientos de fronteras, crecimientos y encogimientos territoriales. Nuestra incompetente clase política nos hizo perder más kilómetros cuadrados que ningún otro país en la historia. Desde su independencia, Ecuador ha cedido la mitad de su territorio a los abusones de sus vecinos, Perú y Colombia. Paraguay también perdió medio país tras una guerra espantosa en contra de Brasil, Argentina y Uruguay, uno de los conflictos más impresionantes de la historia. Bolivia perdió su salida al mar (y Perú un puerto) tras ser derrotados por Chile en la llamada Guerra del Pacífico. Paraguay salió ganando un territorio infame, el Chaco, tras una angustiosa guerra contra Bolivia hace setenta años. Todos los anteriores, como se puede ver, fueron conflictos entre estados hechos y derechos.

Pero no habíamos visto movimientos de independencia, secesionistas ni nada por el estilo en mucho, mucho tiempo… hasta ahora.

Algunos observadores apuntan a la posibilidad de que nazca un nuevo Estado en el corazón de Sudamérica si se desarrolla el peor escenario posible en Bolivia. Circunstancia que, conociendo lo salados que están los bolivianos, no puede descartarse fácilmente.

¿Qué es lo que ocurre? En resumidas cuentas: Bolivia es uno de los países más pobres y con mayores desigualdades de América. Esas desigualdades aparecen en varios ámbitos: el más evidente es el racial, dado que la mayoría indígena (que pertenece a muy diversos grupos etnolingüísticos… como en México) ha sido usualmente oprimida, segregada y maltratada por los mestizos y criollos. Y todavía hasta tiempos muy recientes, el racismo boliviano era descarnado, patente, desembozado. Podría hablarse de una especie de Apartheid: todavía hace unas décadas, los indios no podían entrar a ciertos establecimientos comerciales. Por ello el que Evo Morales, un indígena, llegara a la Presidencia, puede ser visto como un suceso histórico… comparable con lo hecho por Juárez hace siglo y medio por acá.

Otra diferencia sustancial es la que existe entre las regiones de Bolivia. El Altiplano (occidente y sudoeste del país) es abrupto, desolado, poco fértil y en ocasiones alcanza alturas de más de tres mil metros: la gente en esa región suele tener un litro más de sangre que el resto de sus congéneres, para poder oxigenar el cuerpo en una atmósfera tan rala. El oriente y el norte son, en cambio, de tierras bajas, en algunas partes de plano tropicales, y cuentan con muchos más recursos. Los yacimientos energéticos de Bolivia (que cada vez parecen ser más sustanciales) y las principales tierras de cultivo se hallan en esa zona, razón por la cual es mucho más próspera que el Altiplano. Además, los habitantes del Oriente boliviano están más amestizados y europeizados que los de la Sierra.

Al llegar Evo Morales a la Presidencia, se impuso la tarea de saldar los agravios y corregir las injusticias de generaciones. Y, para variar y no perder la costumbre, echó mano de esa panacea, ese remedio para todos los males de la América Latina: redactar una nueva Constitución.

Manía que resulta desconcertantemente recurrente en la historia de nuestros países. Pese a que la experiencia demuestra la falsedad de esa aseveración, muchos políticos (de ahorita y de antes) están convencidos que la realidad puede ser alterada a punta de leyes, mediante una Carta Magna que quite lo malo, ponga lo bueno y tan tan. Y así nos ha ido…

Para no hacer el cuento largo, Evo pretendía que, con una nueva Constitución, se alcanzaría no sólo el rango de igualdad para los indígenas, sino que se haría una redistribución de la riqueza… quitándosela a los ricos (Oriente) para dársela a los pobres (El Altiplano).

Por supuesto, los orientales pusieron el grito en el cielo. ¿Por qué los holgazanes de allá arriba se iban a gastar el fruto del trabajo de los de acá abajo? (¿Les suena conocido?). Ah, no. Oriente y otras tres provincias demandaron que la nueva Constitución les confiriera altos grados de autonomía para tomar las decisiones que les convinieran… a ellas, no a Bolivia. O al menos, a la Bolivia que Evo Morales trae entre ceja y ceja.

Para fruncir lo arrugado, Evo ha recurrido a una serie de marrullerías y triquiñuelas para hacer pasar por el Legislativo su versión de la Constitución. Las provincias autonomistas dicen que les están jugando sucio. Algunos exaltados ya no hablan de autonomía, sino de plano de secesión: separarse de Bolivia, valerse por sí mismos, y que el Altiplano se rasque con sus propias uñas.

Puede sonar extraño, pero es una realidad factible: un movimiento independentista y un nuevo país americano en pleno siglo XXI. Evo ha manejado muy mal todo el asunto, y las cosas se pueden poner muy calientes. Y como decíamos, sabiendo que hay pueblos salados… Ya veremos.

Consejo no pedido para curar crudas estacionales: Lea “Hijo de hombre”, espléndida novela de Augusto Roa Bastos, que tiene como telón de fondo el Chaco y la impresionante historia paraguaya. Un manjar, de veras. Provecho.

PD: Todavía hay algunos tomos de “XX: historia ligera de un siglo pesado”. ¡Apúrele que se agotan!

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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