El camino hacia la equidad y la justicia social para nuestro país en el cual siguen empeñados amplios sectores de la sociedad mexicana, a pesar de las múltiples trabas, es todavía muy largo y sinuoso, acaso con destino indefinido. Pero el empeño no debe menguar porque ello es una condición básica para consolidar la democracia sustantiva, ya que la concentración de los poderes económicos y políticos imperantes es la cara opuesta de la pobreza y fuerte concentración del ingreso. Frente a ellos, la democracia es solamente una referencia a las jornadas electorales, ahora potenciada por la publicidad del IFE.
Por ello hemos venido insistiendo sobre la necesidad de desmantelar las condiciones institucionales, sociológicas y políticas sobre las que descansa el privilegio. Esto no es una cuestión menor, es básica para la salud republicana.
Este nos parece un adecuado marco desde el cual se puede ubicar el significado de la ley de salarios máximos para los funcionarios públicos que esta en proceso en el poder legislativo, aprobada ya en el Senado y esperando turno en la Cámara de Diputados. De acuerdo con la pauta sugerida se puede decir que este paso ha sido bien recibido por la ciudadanía, lo que en modo alguno significa una expresión populista.
No se le puede pedir a un ordenamiento de este tipo que ofrezca resultados sobre otras cuestiones para las que no está diseñado, como puede ser el de introducir un cambio profundo para la dignificación del manejo de la cosa pública, tan mal vista en estos tiempos de la ola privatizadora y de arrinconamiento de la acción gubernamental. Para ello se tendrán que emprender otro tipo de cambios que van en la dirección de la transparencia, eficiencia y rendición de cuentas en el ejercicio de los recursos públicos. Es otro pendiente.
Sabemos que la expedición de una Ley en este país no es garantía de su cumplimiento, por más que la retórica insiste en que somos un país de leyes, más aún si ésta no va precedida o acompañada por la aceptación colectiva, interiorizada digamos, de quienes son los destinatarios de ella, lo cual requiere de consistentes transformaciones éticas de mayor plazo. Por ello será habrá que poner atención a una posible legislación secundaria para que los funcionarios no estén tentados a llevar a cabo triquiñuelas aprovechando el precepto de salario máximo.
Pero esta medida legislativa es solamente el primer paso para seguir avanzando hacia el objetivo final, el desmantelamiento del privilegios, todavía falta. Por ello hay que prestar atención a las excepciones, esperemos que efectivamente sean temporales, de los funcionarios del poder judicial y los consejeros del IFE.
Por cierto, son de llamar la atención las razones del presidente de la Suprema Corte de Justicia para defender sus exorbitantes salarios, argumentando que ello es la garantía de que los jueces cumplan con sus responsabilidades, sin miedo a las amenazas externas que pretendan influir indebidamente en sus decisiones.
Es una forma muy débil de defender el privilegio ya que estos argumentos caen por su propio peso, porque en el fondo hacen referencia a dos de los problemas añejos y profundos de nuestro país: la corrupción y la impunidad, más aún cuando se trata de la impartir la justicia, luego entonces si en vez de atacar las causas estructurales que están dan generan estos cánceres sociales se decide premiar con altos salarios a los funcionarios públicos que deben estar encargados de velar por ello, ¿entonces que mensaje se está dando a la gente?
Aquellos que gustan de hablar mucho de incentivos seguramente podrán decir mucho al respecto, pero quizá momentáneamente nos ayude una vez más la figura de que para salir a la calle sin correr el riesgo de ser asaltado hay que darle dinero al potencial ladrón para que no ejecute su actividad. Dentro de los pendientes está desde luego el que el poder legislativo, en esta y otras fuertes problemáticas del país, sigue siendo el eterno juez y parte, con las implicaciones del caso. Hay que avanzar sobre ello.
En el país hay problemas cuya resolución es impostergable sin duda alguna, como la reforma fiscal, las pensiones, la cuestión energética y otros más, pero si estos cambios no son acometidos en paralelo con otros que desemboquen en la conciencia ciudadana de que hay una genuina preocupación para ubicar a gobernantes y gobernados en un piso común de justicia y equidad, entonces se deja de abonar el terreno de la democratización plena, y con ello de las condiciones más propicias para el crecimiento y el desarrollo económico y social.
En una palabra, la austeridad republicana no es una trasnochada frase para los libros de historia y de civismo, debe ser una referente moral y ético para la salud de la República. Sí, desde luego que es algo muy difícil de entender en estos tiempos de neoliberalismo descarnado, pero así como esté se ha interiorizado masivamente, ¿porqué no aspirar a que aquella también lo haga? Hay tareas.
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