EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Un santo varón

Gilberto Serna

In memoriam

A don Fernando Romo Gutiérrez

Obispo Emérito de la diócesis de Torreón

He conocido hombres buenos, hombres que se han comportado maravillosamente con sus contemporáneos, personajes que trajeron durante su existencia un deseo vehemente de servir a sus semejantes, seres privilegiados de una gran calidad humana, pero reconozco que pocos con esa virtud divina de hacer sentir importante al más humilde de sus interlocutores. Un ser excepcional que por muchos años convivió con nosotros. Hombre sumamente benévolo cuya presencia en sí misma era sobrenatural. Muchos eran los dones que le adornaban. En sus últimos años lo encontré caminando lentamente en alguno de los pasadizos del obispado, en sus manos traía consigo su breviario, lo veía abstraído en la lectura, no pisaba las baldosas del santo recinto sino que extrañamente parecía levitar. A su alrededor olía a incienso y a sándalo. Su talante era de sencillez y apacibilidad, sus palabras estaban siempre ungidas de gran placidez. Había en sus ojos la chispa de un ser, cuya vida silenciosa recordaba a los antiguos cenobitas que por las noches, en un cielo cuajado de estrellas, hurgaban en los misterios del más allá desde sus endebles ermitas. Su espíritu siempre impregnado de piedad hacia todos sus hermanos.

Hace unos días acudió al llamado del Señor. Lo recuerdo por su gentileza, tanta que seducía al sólo conocerlo. Lucía espléndida su túnica blanca en la celebración litúrgica. Traía en su cabeza, con gran prestancia, el ornamento conocido como mitra, gorro que usan los obispos formado por dos trozos de tela acartonada cosidos por los costados, abierto en la parte superior, con dos cintas llamadas ínfulas colgando por detrás. Sus ojos bien abiertos veían pasar los días con calma y sosiego. Su devoción por la Virgen del Carmen era manifiesta. Confiaba en sus acólitos por que intuía que su religiosidad era mutuamente compartida. Sentía suyas las angustias de los demás. Solía sentarse cerca de una ventana desde donde veía las palmas de la Morelos ardiendo de quietud y felicidad frailuna. Cuando la tarde, cansada de los rayos solares, se aprestaba a cubrirse de sombras, lleno de mansedumbre, dejándose llevar por su misericordia, pedía al Señor que tuviera clemencia con los que hubieran equivocado el camino. Todo él me recordaba la franciscana caridad de quien no ve lo malo en los demás sino tan sólo lo bueno.

Murió de la mano de Dios, tranquilo, rodeado de sus seres más queridos. Esbozaba una sonrisa bondadosa. Los ojos los tenía nublados de lágrimas, pero no sentía el dolor de la partida sino el agradecimiento por los dones recibidos durante su existencia. Escuchó una suave música celestial que venía de lejos. Tenía entornados los párpados cuando notó la presencia de alguien que lo tomaba de la mano, era un ser incorpóreo, más bien una luz brillante, con unas manos de largos y finos dedos y llagas rojas en sus palmas, que con cariño infinito lo guiaban hacia la eternidad. Afuera la mortecina tarde lucía espléndida, dando paso a un tibio ocaso, la atmósfera tenía una claridad no acostumbrada, le hubiera emocionado contemplar ese último minuto. Las golondrinas que hacía muchos años no aparecían en esa calle, frente a la Catedral, se dejaron ver haciendo cabriolas en el aire, igual que cuando después de una lluvia surgen de la tierra diminutas larvas aladas, siendo cogidas por el pico de las avecillas que sin corregir ni detener su pirueta siguen su camino aéreo mostrando su habilidad acrobática una y otra vez.

El Malo no se atrevió a poner a prueba a aquel hombre justo, pues sabía que era inútil cualquier tentación mundana. ¿Qué podría ofrecerle?: ¿joyas?, ¿poder?, ¿placeres carnales? Ya reposa en su última morada. No lo sé bien a bien, pero por obra y gracia del Espíritu Santo debió morir en olor de santidad. Desde hace unos días, quise comprobarlo yendo al templo donde reposa su cuerpo. Las bóvedas de la Catedral tienen un ambiente perfumado. Había una paloma del albo plumaje en el alféizar de una de las ventanas viendo caer la tarde. Percibí el avivado rumor de la sangre en mis oídos, al tener la sensación de que iba ser testigo de algo prodigioso. El zumbido de sus alas me hizo voltear en dirección al Cristo, como si flotara en el centro, estuve un largo rato solo, sentado en una banca. Me pareció ver en uno de los nichos del altar su efigie proclamando una voz, entre cantos de un coro de niños, que el difunto goza de la gloria celestial. Este santo varón ha pasado a una mejor vida, lo que debe ser motivo de dicha y regocijo.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 319673

elsiglo.mx