A Carmen Aristegui
La Ley Sherman aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1890 se opuso a la formación de grandes monopolios privados que impedían el desarrollo capitalista del país más allá de ciertos límites fundacionales aunque debatibles. El capitalismo norteamericano se dio cuenta, hacia fines del siglo XIX, que su futura salud dependía de la diversificación y la competencia y que la concentración monopolista era un obstáculo para estos fines. En 1882, John D. Rockefeller había creado el monopolio petrolero de la Standard Oil y en los ferrocarriles, la industria azucarera y la tabacalera, entre otras, los monopolios, en nombre de la libertad del mercado, estaban asfixiando el mercado y concentrando la riqueza en unas cuantas familias.
Dos presidentes norteamericanos (Teodoro Roosevelt, 1901-1908 y Woodrow Wilson, 1912-1919) combatieron seriamente a los monopolios y beneficiaron con ello el desarrollo que los oligopolios impedían. Teodoro Roosevelt aplicó la Ley Sherman para desbaratar los oligopolios de la carne, el petróleo y el tabaco que provocaban el aumento de los precios y la imposibilidad de la competencia. Creó una Secretaría de las Corporaciones a fin de investigar las prácticas monopolísticas y desbaratarlas, no mediante el control del Estado, sino mediante la aplicación de la Ley. A su vez, Woodrow Wilson quiso reforzar la legislación anti-monopolios con una Comisión Federal de Comercio para impedir la trampa de la interrelación que burlaba las disposiciones legales.
Las medidas de Wilson y el primer Roosevelt le permitieron al segundo Roosevelt, Franklin (1932-1945) contar con un Estado regulador fuerte y una fuerza social diversificada para hacer frente, primero, a la crisis económica global sin tener que recurrir a los autoritarismos fascista y comunista. Y enseguida, a la crisis militar y política en la Segunda Guerra Mundial.
Lo que deseo subrayar en el caso norteamericano es la manera en que el capitalismo, reformándose y renovándose, a veces a pesar de los capitalistas y contando con estados previsores y Leyes adecuadas, salvó obstáculos que, de perpetuarse, hubiesen frenado el propio desarrollo capitalista, debilitado al país y perdido, acaso, la guerra.
Guerra asimismo es la que hoy se combate en México para liberar a los medios televisivos y radiofónicos del peligro de prácticas monopolísticas que, en nuestro caso, obstaculizan no sólo la indispensable salud de la competencia económica (que es la salud misma de un capitalismo democrático) sino a la democracia, que por definición requiere pluralidad de voces y repertorio de opiniones. La voz única, machacona, excluyente, soberbia y vengativa de una mediocracia privada conduce, como lo vimos en la anterior Administración, a concesiones excesivas del poder público a favor del duopolio y a la lastimosa reducción del presidente de la República al papel de cómico, entertainer o locutor, no distinto de los cantantes y payasos que lo precedieron y siguieron en el lamentable espectáculo del Palacio de Bellas Artes en el año 2005. Allí quedó claro que la mediocracia quería una Presidencia a su servicio en vez de al servicio de la sociedad.
Lo que ahora se juega en la Suprema Corte de Justicia es nada menos que el futuro de la democracia en México. Democracia como privilegio de unas cuantas empresas y sus prácticas discriminatorias (que el propio ayer candidato y hoy presidente Felipe Calderón conoce de sobra) o democracia como extensión cada vez mayor de derechos y obligaciones ciudadanas.
Los monopolios nos condenan a ser aldea. La democracia nos pide ser República.