Eran días de guardar, no de solaz esparcimiento. Las campanas de catedral llamaban a misa, cada tañido reflejaba el ambiente de tristeza por lo que había sucedido hacía más de dos mil años. El servicio litúrgico que para las gentes en la calle, ansiosos de salir a la playa más cercana, era más un acto mundano que religioso, lo celebraba un joven sacerdote. En los años cuarenta de la centuria pasada, si usted me entiende lo que quiero decir, mi pueblo era más provinciano que ahora. Los cirios en las iglesias estaban encendidos, las veladoras hacían su trabajo mientras se oían las letanías de una multitud acongojada por no saber cómo poner freno a sus emociones que la empujaban hacia el pecado. En la inmensa bóveda del santuario olía a incienso y a cera quemada. Era entonces un villorrio semidesierto.
En los templos se reunían feligreses que con gran fervor juntaban las palmas de sus manos esperando recibir la buena nueva de la resurrección. No hemos avanzado mucho. Nos quedamos detenidos mirando la crucifixión sin mover un dedo para evitarla, mirando azorados la corona de espinas que ciñe sus sienes, pues día a día, en nuestra época, se repite la historia del divino Jesús. No hemos aprendido a moderarnos.
Los festejos paganos han venido a sustituir lo que antaño era pesar y unción. Aún se oye, en el camino del Vía Crucis, los pasos de millones de mexicanos, cargando el pesado madero de su pobreza ancestral.
Los antiguos residentes ponían un gran énfasis en demostrar su veneración a todos los santos, pero en estos días, hay un claro fervor en que se desata a borbotones la devoción hacia la figura del Nazareno. Eran tres las cruces de recia madera de las cuales colgaban el mismo número de hombres. Solamente Jesús de Nazaret fue clavado en la suya. Años atrás los inocentes peregrinos en Tierra Santa podían comprar una astilla del santo madero, cuya autenticidad era muy cuestionable. Lo importante era que creyeran tener un pedacito de santidad en sus manos, la fe hacía lo demás. En esas sagradas fiestas de recogimiento era hermoso ver a bulliciosas familias salir de una parroquia para entrar en otra en la visita de las siete casas.
En cierta ocasión, el viernes de una Semana Santa, hace más de cincuenta años, en uno de los muros de una iglesia de las Lomas de Chapultepec, en la ciudad de México, leí los versos de un soneto que, a pesar de tener memoria de chorlito, quedó grabado en mi mente, su belleza es inigualable, aquí lo reproduzco ad pedam litterae, gocelo usted: “No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte./ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecido,/ muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tú muerte./ Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera,/ que aunque no hubiera cielo, yo te amara/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./No me tienes que dar por que te quiera/, pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que te quiero te quisiera”.
En días anteriores, gracias a los moderna tecnología, pude acceder a la proyección de un corto videograbado que me llevó gradualmente de una distancia en que se veía una espesura, diez metros entre las verdes hojas y el lente de la cámara, para llegar en vertiginoso viaje hasta millones de años luz, más allá de lo que podamos soñar, viéndose a nuestro mundo, en el que somos huéspedes, sin verlo, pues el Sol a tamaña distancia era apenas un opaco puntito más, extraviado entre muchas otras estrellas.
Después de que desapareció de la pantalla quedé abrumado, desconcertado, aturdido y, más que nada, avergonzado. El ser humano que en su arrogancia ha llegado a estimarse rey de la creación, no obstante lo infinitamente pequeño que es, habitando en una esfera azul perdida en el espacio. Tanto, que navegamos en una nave interestelar que no hace el menor bulto ante la grandiosidad del universo que, hasta donde sabemos, no tiene más límite que el que la imaginación le quiera dar. Los agnósticos, lo nihilistas, los escépticos ante esta prueba, en que choca la realidad con la ficción, se preguntarán: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, preguntas que se ha hecho el hombre desde los inicios de la humanidad. Los creyentes esbozan una sonrisa, ellos tienen la respuesta.