Qué suerte es encontrarse con unos suegros maravillosos. Significa que no sólo facilitarán enormemente tu vida en pareja y en familia, sino que la enriquecerán; que tus hijos tendrán las enseñanzas, el amor, la atención y el mejor ejemplo de unos abuelos. Tal ha sido mi caso y mi privilegio.
Es por eso que al mismo tiempo que lo agradezco de corazón, el alma se me hace nudo cuando Carla, nuestra segunda hija, lee la carta que escribió para su abuelo, el “Compañero”, como le decían sus nietos, en su misa de despedida.
Me doy cuenta de que en el sufrimiento también crecemos y aprendemos las mayores lecciones. Ver la estela de cariño que deja “el Güero”, como también le decíamos, en toda la gente que lo conocimos, nos hace revisar nuestra vida y cuestionarnos: ¿qué tanto hemos hecho nosotros para ganarnos el cariño de la gente?, ¿qué hemos hecho por los demás? Porque, al final del camino, es por lo único por lo que las personas nos recordarán con cariño. Y, ante la muerte, la lista de lo realmente importante se acorta.
Qué gran ejemplo es ver cómo la gente que trabajó para él, lo llora. Miro a los cuidadores de su casa en Tepoz, con sus hijas, su secretaria y sus peones de obra, y confirmo que con sólo intentar imitar la calidad humana del “Güero”, nos convertiremos en mejores personas.
Mientras escucho a Carla leer la carta, pienso también que los adultos nunca imaginamos el impacto que puede tener en la vida de un niño, un acto en apariencia intrascendente, un pequeño detalle o nuestra forma de ver y vivir la vida entera. “No se dan cuenta”, “Están muy chiquitos”, quizá pensamos. Sin embargo, los niños observan, escuchan, sienten y absorben absolutamente todo, en especial, de sus seres más cercanos. A los ojos de un niño nada es trivial.
Con su inocente sabiduría perciben la esencia de las personas. Por eso te sonríen y te abrazan o, indiferentes, te ignoran. Detectan la bondad, la alegría, lo falso, lo verdadero, la tristeza y el esfuerzo que hacemos por conectarnos con ellos. Por eso, también, se enamoran de un abuelo.
“¿Cómo recuperarnos de una pérdida tan grande?”, comienza Carla. “Es lo que muchos nos preguntamos hoy. Ahí es cuando debemos sobrepasar nuestra inmensa necesidad de ti, para tomar en cuenta que tú ya querías irte”.
Con la misma decisión con la que terminabas un complejo crucigrama o un difícil rompecabezas, ya sabías, compañero, que era tu hora de partir. Porque tu espíritu siempre fue libre, grande y tan fuerte, que lograba desafiar a los años y a la vejez. Pero llegó un momento en que tu cuerpo no pudo seguirle el paso a tu espíritu y comenzó a fallarte. Por eso no podías quedarte en él, debías volar lejos para seguir siendo libre y grande. Como tu pasión por la vida, tu pasión por México, por la pintura, por Tepoztlán, por tu querida esposa, Leonor, y todos los que te rodeábamos.
Pero dinos, Compa, ¿cómo le vamos a hacer sin ti? Sin tu mirada azul que podía llorar a la menor provocación. Tu risa silenciosa y tu caminar desbalanceado. El chiflido que hacías al pintar. Tu sombrero de paja y tus camisas que siempre olían a pinturas de óleo.
Desde aquí te damos las gracias, Compa, por la alegría que nos diste y la enorme influencia que tuviste en nuestras vidas. Tu presencia seguirá en la huella que nos dejaste y en todo lo que de ti aprendimos. Porque quienes tuvimos la dicha de convivir contigo, sabemos que nuestras vidas fueron moldeadas por tu presencia.
Vuela, Compañero, por los cerros y los cielos, con una enorme y feliz sonrisa...