Vi morir hoy a un hombre en Tijuana y -en esos breves minutos- coincidí con el brutal y dramático acontecer de la frontera más cruzada del mundo. Mi desconcierto fue tal ante la insensibilidad general, que me pensé flotando en el aire de algún malentendido, alguna jugarreta del destino, incrédulo del todo ante la naturalidad de quienes atestiguaban el hecho trágico. Sin embargo en verdad estaba ocurriendo. El tipo se había desmoronado a mi lado, casi atropellándome, antes de quedarse allí para siempre con un golpe seco. La mandíbula prensada, las manos contorsionadas, nadie que dijera nada, nadie parpadeando: podía incluso mordisquearse la indiferencia, allí mismo, como si fuera una tortilla usada, de esas sudadas, tal vez de las que se desperdician diariamente en alguno de esos basureros atiborrados.
No hablaré por ahora de las razones que me trajeron por Tijuana. Solamente diré que me sumergí en sus calles por algunas horas, y que después de merendarme unos tacos de carne asada, caminé todo Revolución hacia los rumbos del canal. El frío viento de noviembre, el atardecer luminoso, los gritos callejeros con su desorden a ultranza, todo aquello acompañando mi intención de sacar algunas fotos, evadiendo las estereotipadas imágenes de gringos despilfarrando alcohol entre música estridente. Todo lo largo de esa avenida es un torbellino inenarrable -por lo difuso- mas digamos que esas siluetas delgadas, que apenas se sugieren en las ventanas, son como dos dedos que invitan continuamente a lo prohibido.
Probablemente por eso la inercia se encargó de conducirme a la zona roja en calle Artículo 123: un descontrolado mar de hoteluchos, de ebrios que chicotean con un cinturón algún poste -como si cabalgaran- y de gritos también sugerentes que caen desde las ventanas. Las pu... inmóviles, allí, junto a las puertas carcomidas, me hicieron pensar en prostitutas en la calle Cuauhtémoc de Cartier-Bresson, y todavía tenía esa imagen en la mente cuando lo sentí desmoronarse a mi lado.
Fue como una botella rompiéndose. Las dos piernas colgaban de la banqueta a la calle y el cuerpo se doblaba a la izquierda por un poste. Apenas hacía ruidos, estaba boca arriba, contorsionándose, y parecía alguien arrancándose las uñas, alguien rascando la tapa de un ataúd después de ser enterrado vivo. No pude moverme. Probablemente seguí el consejo de alguien que desde mi espalda susurró no acercarme: allí quédese güero... Y allí me quedé. Quietamente merodeando las aceras como todos los demás, que pasaban de largo viendo de costado con disimulo. Seguramente Weegee, pero más aún Metinides, me hubieran escupido en la cara por la oportunidad perdida. El caso es que el tipo se quedó petrificado por lo menos un cuarto de hora. Después llegó la ambulancia con su dosis de electrochoques, acompañada del gesto negativo del enfermero en turno. Con el tipo ya muerto la cotidianidad continúo fluyendo como si hubiera ocurrido cualquier cosa. La familiar convivencia con el drama. El encargado de algún hotel siguió con su continuo cobrar y una drogadicta pasó pidiendo monedas con un gorro militar.
Entonces fue cuando la gente comenzó a hablar: ese miembro de un grupo norteño era un tipo tan enorme, que el acordeón parecía apenas una caja de puros, él era de Durango, hablaba viendo al horizonte, con un palillo entre los dientes, y me dijo que el difunto llevaba ya semanas tomando alcohol puro, que ya se le veía llegar, cosas por el estilo, lo que secundó asintiendo su compañero del tololoche, un flacón de esos con bigote delgadito pegadito al labio, que dijo algo así como que también se la pasaba pidiendo monedas para comprar unos lápices y alcohol, hecho que me confirmó el encargado de una tienda, quien me dijo -mientras le cerraba el ojo a una que otra pu...- que al muerto le decían el pintor, que siempre andaba haciendo dibujos, míralos! ahí los trae en la bolsa, pero que nadie sabía quién era, ni su nombre, ni de dónde venía. Detalles más crudos me los dio una flaca, hablaba pausado, dijo algo así como que todavía estaba joven, que rondaba por estas calles desde hacía algunos meses, que tomaba aguardiente pero que últimamente se le había visto con alcohol puro, que se había lastimado la pierna y ya la traía podrida, apestando mijo…, que de tantas caídas traía ya gusanos en la cabeza, gusanos mijo…, y que hacía días un mariachi le había acercado un plato de comida china, pero apenas probó tres bocados.
Eso era todo. Nadie sabía quién era, ni su nombre, ni de dónde venía. Lo único que había eran sus ojos gritando, su boca contorsionada y todo su cuerpo tirado, allí, en la banqueta. Un adorno más del cotidiano fluir de la frontera más grande del mundo.
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