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Yo fui un migrante bien

José Miguel Tomacena

?No entré por el desierto de Arizona, sino por los pasillos alfombrados del aeropuerto John F. Kennedy?.

Agencia Fakto

Llegué a Nueva York convencido de que como mesero haría el dinero que nunca había hecho como escritor y periodista. Mi hermano, mis primos y otros amigos habían pasado temporadas allá y me decían que se podía sacar hasta 120 dólares al día. ¿120 dólares diarios?, pensé, ¡en dos meses me hago rico!

Y migré a Nueva York. No entré por el desierto de Arizona, sino por los pasillos alfombrados del aeropuerto John F. Kennedy. En lugar de que la migra me persiguiera, en el avión me preguntaron si quería desayunar chilaquiles o huevos revueltos. No llegué debiendo tres mil dólares al coyote, sino con una tarjeta de crédito prestada ?por si se ofrece?. En resumidas cuentas, como mis amigos, fui un migrante bien.

Montserrat, arquitecta, dejó el despacho en el que trabajaba en León y ahora es niñera de una bebé de seis meses. Aranza, egresada de Comunicación, trabaja como hostess en un restaurante de comida mexicana. Eduardo sirvió mesas en un restaurante de Manhattan durante el verano y regresó a estudiar el tercer semestre de Ingeniería Química en la Ibero. Y yo, egresado de Filosofía, fui mesero de una taberna irlandesa.

A cambio de jornadas de hasta 14 horas de trabajo, saqué una lana, aunque rara vez llegué a los 120 dólares prometidos. Y como no tenía que enviar hasta el último centavo para que mi familia comiera en México ?otra característica de los migrantes bien?, Nueva York me envolvió en todas sus opciones de diversión, cultura y música.

Entre los migrantes bien hay quien se gasta 300 dólares en una botella de Bacardí en el antro más fresa de Chelsea (?¿Adivina quién estaba junto a nuestra mesa, güey? Sí, ¡Paris Hilton!?); hay amantes del arte urgidos por conocer Lo Último (?No pierdas tu tiempo en el MoMa; ahí van como quince años atrasados. Si te interesan las vanguardias, lánzate a las galerías de Soho?); hay roqueros cuyo orgullo es ir a conciertos de bandas tan subterráneas que no convocan ni a sus amigos (?Yo conocí a ese grupo en un barecito de Brooklyn mucho antes de que se vendieran a la Industria?); y, por supuesto, quienes sucumben en las tiendas de la Quinta Avenida como Superman con la criptonita (?Esta blusa me salió un poco cara, pero está in-cre-íble. ¡Imagínate la cara que van a poner mis amigas en México cuando me la vean!?).

Juro que durante varias semanas resistí los embates del consumo. Aferrado a mi sueño de hacerme rico, dejé de comprar refrescos y sólo comía las pechugas de pollo quemadas que me daban en el restaurante. No voy a negar que alguna vez fui al cine y que hasta me compré un libro usado, pero aun así llené la bolsita en la que guardaba mis dólares.

Hasta que vi la cámara.

Al principio me dije: es demasiado cara, cómo vas a gastarte todo el dinero que has ahorrado; además ya tienes esa vieja Nikon con la que se tomaron las mejores fotos de Vietnam. Pero luego pensé que en realidad no estaba tan cara, teniendo en cuenta los precios de Nueva York y que difícilmente volvería a tener una oportunidad como ésa.

Mi aventura de migrante bien, terminó con un judío de largas barbas contando los dólares que había ganado en un mes y medio de propinas. Valió la pena.

No soy rico, pero mi cámara es una maravilla.

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