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Zugzwang| Relatos de andar y ver

Ernesto Ramos Cobo

Existen páginas enteras de prosa, novelas y ensayos sin fin, mas un solo poema hondo es suficiente y podría valer por todo. El lenguaje poético tiene cables conectores que electrocutan aún más. Los alcances de Piedra de Sol van más allá de la razón, y justamente Octavio Paz desafió alguna vez que le nombraran una cultura humana sin poesía. Las llagas del pecho deben ser desgarradas antes de empezar a pensar. Alfileres que contienen una gota de sangre de verdad; risa y llanto haciéndose palabra; poesía como mecanismo silencioso que todo lo dice.

Tengo un buen amigo poeta que murió trágicamente hace algunos años. Tenía poco más de cuarenta, y un copete lamido que retiraba de su cara con un pequeño gesto; particularmente por las noches. De él, de Luis Ignacio Helguera son las siguientes palabras que algún día dedicó a su padre:

Sólo ahora, a los cuarenta años comprendo por qué me recostaba en el sofá de la sala cada noche cuando estudiabas ese Intermezzo de Brahms porque expresaba tu carácter y tu fuerza y tu nobleza, que aprendí mal y la caída de las hojas verdes y luego rojas, en los jardines que tuvimos el luto otoñal de todo y recuerdo cómo oyendo la radio estacionaste el coche en una calle entre automóviles furiosos para ponerte a llorar sobre el volante disculpándote conmigo con el pañuelo en la cara porque era un Nocturno de Chopin que tocaba tu madre y recuerdo cómo me cargabas semidormido hasta mi cama al terminar el Intermezzo de Brahms, cada noche y tu carácter y tu fuerza y tu nobleza, que aprendí mal.

Lo vi por última vez en una de esas noches de la colonia Roma. Habíamos estado en casa del también poeta Luigi Amara jugando ajedrez, una casa llena de plantas y de gatos, hasta que vi marcharse para siempre a Luis Ignacio engominado, engabardinado bajo la lluvia, con su paso rápido de todos los días. No imaginé que nunca más lo vería. Semanas después me llamó el traductor canadiense Greg Dechant para decirme que Luis Ignacio se había partido la cabeza. Era un ajedrecista romántico, melómano, poeta implacable, editor de Vuelta, colaborador asiduo de Letras Libres, y siempre viviendo en la fina línea del riesgo; era el amigo, al fin de cuentas, que dejamos dormido después de velarlo en Gayosso.

Últimamente he traído presente a Luis Ignacio porque encontré su publicación póstuma en un estante de alguna librería. Es un pequeño libro naranja titulado Zugzwang, compilado precisamente por su amigo Luigi Amara, donde la poesía se manifiesta por encima de la razón. En el ajedrez, se dice que un jugador está en Zugzwang, si cualquier movimiento implica la obligación de realizar una jugada que provoca irremediablemente empeorar su situación. Eso era justamente lo que le ocurría a Luis Ignacio. Se nos fue desgajando poco a poco —con todo lo que a su parecer aprendió mal—, y lo vimos transcurrir en un Zugzwang permanente hasta perder la partida. Solamente la poesía me ha permitido desdoblar fielmente el alma verdadera del amigo que yo intuía. Alejado del pragmatismo –y frente a mis ojos, el género ha logrado enaltecerse una vez más en sí mismo, situándose como el óptimo magnificador de todos los gritos. Debería proponerme leer más poesía.

ramoscobo@hotmail.com

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