El sábado 29 de noviembre se sabrá si la élite política ejerce el poder o el no poder contra al crimen y, por consecuencia, si debe renunciar o no.
En esa fecha cumplirá 100 días el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad y, entonces, será menester evaluar si se cumple o no lo pactado. Lo importante no será conocer el grado de avance de los compromisos, sino los resultados concretos, reales, señalados por los índices delincuenciales. Si no hay un principio de abatimiento, por bueno que sea el rollo, no estará demás pedirle su renuncia.
Y es que, sin minusvalorar el Acuerdo, no deja de ser absurdo eso de acordar cumplir con la Constitución o, como quien dice, prometer lo que es deber.
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Puntos buenos y malos tiene el Acuerdo, cuya firma no tuvo por sello el de la humildad sino el de la solemnidad. No se pidió perdón, se ofreció una excusa. Si fue una Cumbre, fue una cumbre en la sima del problema.
Bueno que, por primera vez en su historia –¡después de 22 sesiones!–, el Consejo se reuniera en pleno; malo que la convocatoria la dictara una tragedia y no la vocación de servicio. Bueno que las diferencias políticas se hicieran a un lado; malo, la sordera y la desatención a un clamor que lleva una década de pronunciarse. Bueno que lo firmaran representantes populares y sociales; malo que también lo hicieran representantes de la inseguridad, la injusticia y la ilegalidad: Mario Marín, Ulises Ruiz y Carlos Romero Deschamps, a la cabeza. Bueno que se vaya a depurar a los cuerpos policiales; malo que no se vaya a depurar a los cuerpos políticos. Bueno, fijar plazos y responsables en los objetivos; malo que, hasta después, venga la estrategia. Bueno, la prontitud de la respuesta; malo, la precipitación de anuncios.
Bondades y maldades aparte, lo importante es la apuesta hecha por la élite política ante la sociedad. El presidente Felipe Calderón fijó 30 días de plazo para evaluar el acuerdo; la sociedad le concedió 100 y es mejor considerar ese plazo.
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Un punto delicado para la sociedad y los medios es el relativo a la idea tramposa de que la responsabilidad en la lucha contra el crimen es compartida. Cuidado. Sí deben participar sociedad y medios, pero reconociendo que la responsabilidad de ningún modo es la misma. Cada quien en su carril, cada quien con sus recursos.
Cuando la sociedad y los medios estadounidenses hicieron suya la política de la seguridad nacional del Gobierno bushista, la sociedad retrocedió en sus derechos y los medios perdieron credibilidad y libertades. Sociedad y medios deben tener muy claro el límite y el horizonte de su participación y evitar, a toda costa, terminar como cómplices. Es tramposa esa idea: las responsabilidades son muy distintas.
Asimismo, no por la suscripción del Acuerdo, la sociedad debe cruzarse de brazos, bajar el tono ni dar tregua a su legítimo reclamo de acorralar al crimen. Sociedad y medios deben mantener la alerta y no conformarse con lo que, hasta ahora, no es sino una oferta –de viejo conocida– sin garantía. Aflojar el paso, distender el músculo de la inconformidad sería, de nuevo, dar por hecho lo que es una simple promesa.
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La velocidad de la respuesta tiene también algo de bueno y algo de malo.
De bueno, el reconocimiento del hartazgo y la desesperanza social frente a una realidad que supone jugar a la ruleta rusa frente al crimen. De malo, el peligro de dar respuesta fácil a un problema complejo.
No se advierte en el catálogo de promesas, el encuadramiento del combate al narcotráfico en específico con el combate a la delincuencia en general. Si la falta de ese encuadre supone un nuevo campanazo, en menos de 100 días, se estará frente a un problema superior al que se pretende resolver. Ahí es donde la estrategia se echa de menos. No se tuvo cuando se resolvió desatar la campaña contra el narcotráfico, tampoco se tiene ahora.
En todo caso, la firma de gobernantes, legisladores y jueces obliga a la élite política a arrojar resultados en un plazo muy corto. Pero no a todos los gobiernos, las sociedades les conceden una y otra oportunidad para ver si pueden garantizarles su seguridad, integridad y patrimonio.
En otras latitudes, los gobiernos caen a la primera por omisiones como las que aquí son costumbre.
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El tamaño de la apuesta es enorme y el juego en que se han insertado los gobiernos es peligroso.
No se trata, desde luego, que el sábado 29 de noviembre los índices delincuenciales estén en cero, pero sí que en esa fecha apunten cuando menos un decrecimiento. Por ello, si los poderes congregados en la ceremonia no se toman en serio el compromiso suscrito y coordinan su actuación, para esa fecha el país podría encontrarse con un problema delicado: revocar el mandato otorgado sin contar con los mecanismos necesarios para ello.
Frente a esa situación hay una disyuntiva, además de un recurso que de manido no surtirá efecto. El recurso es que las cabezas superiores ordenen decapitar a los inferiores para poner a salvo su propio cuello. Ese recurso está agotado y, por lo demás, el reclamo no está dirigido a los responsables de la seguridad pública; está dirigido a los jefes de éstos, a quien la sociedad eligió para otorgarle un mandato, a la cabeza misma del Poder Ejecutivo federal, estatal y local. Llevar a la piedra de los sacrificios a éste o aquel otro funcionario no forma parte de la respuesta.
La disyuntiva ante esa circunstancia apunta a la necesidad de establecer mecanismos mucho más severos de control sobre la élite política, de elevar el costo de su negligencia. El reclamo de renunciar si no pueden con el paquete exige a la vez contar con el instrumento necesario para hacer válida la renuncia. Hoy puede parecer que ese reclamo es una mera expresión arrebatada. No lo es. El tamaño del agravio cometido contra la sociedad ha encontrado su horma en el descontento. No se puede esperar hasta la próxima elección para, entonces, en la urna hacer válido el castigo.
Si la élite política –gobernantes, legisladores y jueces– calibró el tamaño del desafío, no estaría demás que desempolvara el conjunto de iniciativas que, desde hace años, duermen el sueño de los justos y niegan a la sociedad una participación directa en su Gobierno y democracia. No estaría demás sacar ese paracaídas porque, sin él, la exigencia de la renuncia podría ser una invitación al caos.
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Esta vez, la manía de cargar al pasado la factura del problema o de escriturar al futuro la solución no tiene cartas credenciales. Tampoco las tiene el socorrido recurso de atribuir a la mera percepción y, de paso, a los medios de comunicación, la idea de una realidad exagerada. No, esta vez es distinto. Se reclama ahora, lo que se quiere para el presente. Un tiempo de compleja conjugación para la élite política.
El sábado 29 de noviembre, gobernantes, legisladores y jueces entregan resultados concretos o entregan la reforma legislativa necesaria para que su renuncia no sea ni un sueño ni una pesadilla. La cuenta rumbo al 29 de noviembre ya empezó. Sólo quedan 99 días.
Se quiere más seguridad, pero también se quiere más democracia.
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