BANDERAZO DE SALIDA.- Los ingleses no se quiebran la cabeza para ponerle nombre a sus tabernas. Cerca de la Estación Paddington, donde yo vivía en Londres, hay bares y restaurantes que se llaman “Las Glorias de Paddington”, “La Corona de Paddington” , “Restaurant Paddington”, “Los Amigos de Paddington” y así hasta agotar el nombre... Por supuesto, no se llaman tabernas, sino pubs, que viene a ser lo mismo que cantinas o bares, y son lugares tranquilos para beber grandes vasos de cerveza, charlar de cosas intrascendentes, o sumirse en los recuerdos. Con ser los ingleses uno de los pueblos que más bebe cerveza y estar sólo atrás de los alemanes, nunca vi a un borracho impertinente. Si acaso alegre, pero siempre conservando la vertical y la ecuanimidad... Los vasos de cerveza que sirven en los pubs londinenses son grandes, y sorprende ver cómo los bebedores toman uno tras otro.
CURVA PELIGROSA.- Una tarde comí en el restaurante “Marbella”, cerca de Picadilly Circus. Es un restaurante español al que llegué después de una larga caminata por el centro de la ciudad... Un mesero andaluz me atendió, y puso casi enseguida frente a mí una botella de cerveza española “San Miguel”... Después me recomendó la sopa de tortuga o la de pescado, asegurándome que ambas estaban deliciosas. Pedí la de tortuga, haciéndole jurar al mesero que estaba tan buena como él decía. El andaluz lo juró solemnemente (hubiera jurado cualquier cosa), y al final resultó que la mentada sopa era un caldo oscuro que no sabía a nada, y menos a tortuga. Protesté ruidosamente ante aquel engaño, y el mesero medio amoscado me trajo entonces la sopa de pescado, jurándome también que estaba muy buena.
RECTA FINAL.- El cambio fue notable: la sopa de pescado era una delicia, algo celestial. El mesero sonrió triunfalmente al ver mi arrobamiento en cada cucharada, y enseguida me trajo las costillas de carnero en salsa de ciruela, que yo había escogido sin la sugestión del andaluz... ¡Señores!: Nunca he vuelto a comer costillas de carnero semejantes a aquéllas... Creo que el propio cocinero del rey de España las cocinó aquel día en el “Marbella”, porque aquel guiso era digno de un rey. Eran tan buenas aquellas doraditas y suaves costillitas de carnero que, lo confieso sin pena, pedí más pan para no dejar en el plato ni rastro de la exquisita salsa que lo acompañaba... De postre pedí pastel de queso y piña, cubierto de crema Chantilly, cuyo sabor aún recuerdo, y después un café exactamente en su punto. Así que, cuando vayan a Londres, no dejen de ir al “Marbella”, cuya dirección debe estar en el directorio telefónico, y pidan todo lo que quieran, menos la sopa de tortuga.
META.- La tarde era fría, triste y gris, y la chica inglesa que había subido al autobús se sentó en el asiento paralelo al mío, pasillo de por medio. Tenía el rostro bello, cabello castaño y un perfil perfecto. No creo que tuviera más de veinte años de edad, y su figura era grácil y firme... Pensé que era oficinista, o estudiante, hasta que comenzó a hojear una revista de ballet. Entonces me incliné para ver sus tobillos, que eran firmes y fuertes. Pensé que debía ser una exquisita ballerina y que un día llegaría a ser famosa. Pensé muchas cosas más mientras el autobús se iba llenando poco a poco de pasajeros... Aquella extraña y delicada criatura estaba allí, tan cerca y tan lejos de mí. Tan bella e inalcanzable. Volví la cabeza hacia el exterior del autobús para no verla abandonar el vehículo, unas calles adelante.