Hubo una marcha, el sábado. Las calles céntricas de la Ciudad de México atestiguaron el hecho. Los ciudadanos quisieron demostrar así su repudio a la lenidad con la que están actuando nuestras autoridades. Las corporaciones policiacas, de los tres niveles, se han rendido sin disparar un solo tiro. Quizá no pueden, o el pánico los paraliza, o les llegaron al precio o las tres cosas. La plaza ha sido tomada y tomados como rehenes a los que vivimos en este suelo. Se oyen pisadas, son personas que llevan consigo una luz, de espantar a los malos espíritus. Caminan un largo trecho sopesando su protesta con largos y sesudos pensamientos para, con su presencia silenciosa, abrir una brecha en la benevolencia con la que actúan quienes están encargados de poner un hasta aquí a los violentos. A lo lejos se oye la sirena de una ambulancia que no se sabe si su lastimero aullido anuncia que estamos inermes o están despidiendo a la tranquilidad con un lúgubre requiéscat in pace.
Los gobernantes sentados en mullidos sillones, con una copa de ajenjo, que de vez en cuando acercan a sus labios, observan a las hormigas -eso parecen desde las alturas-, que se mueven como lo han de hacer los corderos cuando les ladran los perros ovejeros obligándolos a arracimarse sobre si mismos. A los de arriba nada les apura, confían en que el desplazamiento por las calles, un ejercicio de protesta al que no está acostumbrado el pueblo sumado al paso del tiempo, enfríen los ánimos. No es la primera ni la última de las manifestaciones. Las hubo en años anteriores. Por igual motivo que ahora. Las anteriores caminatas dieron lugar a que algunos de los organizadores fueran colocados en puestos gubernamentales y párele de contar. Si algo bueno trajeron las andanzas populares sirvió para que los vecinos generaran la disminución de grasas corporales.
La mañana del 9 de febrero de 1913, la ciudad amanece en medio de un silencio sepulcral, Francisco I. Madero desciende de un balcón, donde esperaba que amainaran los silbidos de las balas y monta a caballo resguardado por los cadetes del Colegio Militar, lleva una bandera, se dirige a Palacio Nacional. Es la misma avenida por donde pasaron los manifestantes pidiendo paz y justicia. Madero fue sacrificado en aquella semana, a la que la historia consignó en sus páginas como la Decena Trágica. ¿Y todo para qué?, un espíritu sutil flotaba por encima de los que enderezaban sus pasos hacia la Plaza de la Constitución. Iban ataviados de blanco, como el sudario que le pusieron a Jesús después de bajarlo de la cruz. En las manos, luces que parpadeaban como estrellas recién caídas del cielo. Nubes amenazantes. Se oyó un estruendo: era el silencio. El cielo lloraba con lágrimas que resbalaban sobre la multitud. Luego, con mansedumbre regresarían a sus hogares, encerrándose, a piedra y lodo, justo junto a sus miedos.
Se terminó el día en que los mexicanos marcharon en demostración de su inconformidad a la impunidad de que disfrutan políticos y delincuentes. ¿Y ahora, qué sigue? Pasado el mitote las aguas regresarán a su cauce. Aquí no ha sucedido nada que pueda poner en peligro su statu quo. Los funcionarios involucrados respirarán serenos tanto que podrán seguir retrepados en el sillón de su oficina pública, con los pies subidos en el escritorio, sin hacer algo. Para ellos esto de ver una extensa columna desplazarse a golpe de calcetín, no cambia las cosas. Cuando mucho resollarán, estirando los brazos, sin abrir los ojos y se dirán: ¿piden resultados?, ¿que renunciemos si no le damos una vuelta a la tuerca? ¡Bah! pos estos, ¿dónde se ha visto tamaña necedad? ¿El desenlace?, no se necesita ser un arúspice para saber que bastará simular que trabajan para que pase la tormenta. La caminata no hará diferencia entre un hoy y un mañana pues somos una sociedad dividida. La oligarquía respalda al Gobierno, mientras les mantenga sus privilegios; esto es, que mire para otro lado mientras disfrutan de un libertinaje en sus negocios, como nunca se había visto. En fin, no son horas para darle gusto al populacho.