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Adiós a la achicharradora

El comentario de hoy

Francisco Amparán

Una de las pocas cosas en que se puede decir que la humanidad ha avanzado en los últimos cien años es en la consideración cada vez más universal de que la vida humana es sagrada. Cualquiera. No importa qué tan vil, depravado o imbécil sea el portador de esa vida humana. De manera tal que, a estas alturas del Siglo XXI, sólo un puñado de países conservan a la pena capital como una opción de castigo. Lo cuál contrasta con el hecho de que, no hace tanto tiempo, la ejecución de seres humanos era vista como una acción no sólo justificada, sino necesaria. Y eso, prácticamente en todas partes, en sociedades cristianas o musulmanas, avanzadas o primitivas.

Los países que mantienen la pena capital suelen tener regímenes autoritarios o de plano dictatoriales, entre los que se hallan joyitas como Irán, Siria y Corea del Norte. El que la utiliza con mayor frecuencia es China, país que ejecuta más personas al año que todos los demás juntos. Y lo hace sin muchos miramientos: un tiro en la nuca mientras el castigado se halla hincado en el suelo. Después se le cobra el costo de la bala a la familia del ejecutado: 24 centavos de dólar.

En parte por estar en tan incómoda compañía, en los Estados Unidos ha venido creciendo la oposición a la pena capital. Sin embargo, nuestros civilizados vecinos no han dado marcha atrás a la decisión judicial de 1976 de considerar que la pena de muerte no constituye, según la Constitución “un castigo cruel e inhumano”… siempre y cuando se lleve a cabo sin mucho dolor y sin provocar demasiado mosquero.

Por ello, aquellos estados que mantienen la pena capital usan como método de ejecución favorita la inyección letal: no se derrama sangre, y el ejecutado simplemente se va flotando a la otra vida en una especie de sopor indoloro. O al menos, eso es lo que dicen los que le saben de esas cosas.

Sin embargo, hay estados en que se le da a escoger al condenado cómo colgar los tenis: por fusilamiento, inyección letal, cámara de gas o silla eléctrica. Por supuesto, y como decía mi madre, no hay loco que coma lumbre: prácticamente todos los que tienen la opción escogen la muerte que entra por las venas.

Hasta hace unos días, Nebraska era el único estado que retenía una sola forma de ejecución, y la más desagradable a la vista, el olfato y el simple sentido de la decencia: la silla eléctrica. Por fortuna, un juez de aquellas partes dictaminó que, en pleno Siglo XXI, era inhumano andar rostizando seres humanos mediante descargas eléctricas que, para colmo, no resultan ninguna garantía de que el castigado pase a mejor vida a la primera descarga. De manera tal que, dadas las circunstancias, podemos dar por terminada para siempre a esa forma de barbarie.

Si usted, amigo lector, es de lo que consideran que los criminales se merecen lo peor, échele un vistazo a la película “Milagros Inesperados” (The Green Mile)… y luego me avisan si continúa apoyando tan salvaje castigo.

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