Llegó el momento temido desde hace muchos años. Desde que se negoció el Tratado Norteamericano de Libre Comercio (TLCAN) se sabía que con la apertura completa de nuestra frontera a las importaciones agrícolas de Estados Unidos y de Canadá, habría crisis en el agro mexicano y que, por lo tanto, se afectaría a la economía nacional.
La evaluación del TLCAN, a sus cinco años de vigencia, que practicó la LVII Legislatura de la Cámara de Diputados en 1999 a iniciativa de su Comité de Asuntos Internacionales, ya confirmaba que la mayor exportación de frutas y legumbres mexicanas, cultivos comerciales, no era suficiente para compensar la pérdida de competitividad de nuestra producción rural total frente a la del campo subsidiado de nuestro vecino al norte.
La exportación de artículos producidos en condiciones de alta tecnología será por definición siempre redituable ya que se ha diseñado desde su inicio con propósitos de ganancia. No es correcto forzar una comparación con la producción campesina que sigue modos y métodos ancestrales que responden a la necesidad elemental de una vida comunitaria no monetizada. Aplicados los patrones de la alta Administración moderna, la micro producción rural sale perdiendo en esta comparación.
La tesis de que es más inteligente importar productos agrícolas en los mercados internacionales porque en ellos los precios son inferiores a los nuestros, es un argumento envenenado que ignora la responsabilidad social del desarrollo económico, preocupación más importante, que la de la mera aritmética comercial. Olvida además que las fluctuaciones del mercado no tienen por qué ser siempre favorables a esa tesis.
Ni ocioso ni inútil es volver sobre el tema en estos momentos. La política promotora del crecimiento general no debe hacerse a costa de sacrificar el nivel de vida, ni las perspectivas de mejorar las condiciones de una población rural, una cuarta parte del país, sólo por la terquedad de imponer un modelo de estrategia económica copiado de países que nos llevan una formidable delantera. Más de 1.4 millones de productores de maíz, frijol y leche, entrarán en crisis este año al ser inundado México de productos estadounidenses fuertemente subsidiados.
La tarea de los que diseñan la política agrícola de un país como México donde una porción respetable de la población subsiste en áreas rurales de escaso desarrollo, no es la de insistir en que la realidad se ajuste a la teoría, sino que los conceptos abstractos y académicos entiendan la realidad tal y como se da.
Insistir en desconocer las realidades de nuestro campo ya ha provocado su progresivo desplome y abandono, emigración masiva e importaciones del orden de 13,800 millones de dólares anuales y un déficit agroalimentario de más de 2,000. Atrás quedaron los tiempos de exportadores netos. La Revolución Verde nació en México y con ella fuimos modelo para otros países como India que la aprovechó cabalmente. A nosotros nos pasó de largo.
Una situación que no puede ignorarse, es el consumo que muchas comunidades rurales hacen de su propia producción, especialmente el maíz. Introducir en esas comunidades maíz importado de menor precio que el de garantía equivale acabar con la posibilidad de que vendan su propio maíz al mercado nacional, dejándolas sin ingreso alguno.
Hay que defender los ingresos campesinos apoyando a la producción rural, aún sabiendo que mucha de ella es todavía ineficiente según estándares de la competencia trasnacional, requiere precios de compra garantizados por instituciones públicas, energía y fertilizantes subsidiados y financiamientos a tasas preferenciales. Estas medidas, conocidas y usadas en otros países, deben mantenerse durante el prolongado lapso de la transición de la producción hasta alcanzar niveles competitivos.
Las medidas de apoyo interno aseguradas por el Gobierno tienen que marchar a la par con las que blinden selectivamente la producción rural más débil contra la competencia del exterior que todavía le resulte ruinosa. Si lo que queremos es llevar gradualmente al productor campesino a niveles de competencia, o bien inducirlo hacia cultivos más redituables que le ofrezcan mejores ingresos, hay que proteger tal proceso. Las condiciones de vida del agricultor cuya producción da seguridad alimentaria al país, nunca debió ser negociada. Hay que aplicar o instituir salvaguardas lo que puede requerir reestructurar el capítulo agropecuario del TLCAN. La oposición de nuestros socios al norte no debe prevalecer sobre el interés nacional.
La economía es una ciencia que debe servir para promover el bienestar del hombre y no nada más explicar los mecanismos que lo perjudican.
Enero de 2008.
juliofelipefaesler@yahoo.com