En lugar de penitencia y oración, en Semana Santa corremos a encuerarnos en cualquier playa, el día del trabajo descansamos, y para celebrar a las madres organizamos gran desmadre. Luego nos quejamos de que todo en el país, ande al revés volteado. Durante trescientos sesenta y cuatro días mentamos y digerimos con más o menos salud, la abundante ración de mentadas que nos corresponde, y tal vez para hacernos perdonar el uso y abuso que hacemos de la palabra madre, el 10 de mayo bloqueamos el tránsito, saturamos calles, estacionamientos, restaurantes, fondas y taquerías.
Nada parece suficiente para celebrar a quienes por ese único día, y como un homenaje muy especial, cambiamos el calificativo acostumbrado por el de “idolatrada madre”; y para honrarlas debidamente, nos arrojamos sobre las tiendas para adquirir, quien más quien menos, un regalito o quizá muchos porque como todos sabemos, aquello de que “madre sólo hay una” está muy pasado de moda. Ahora con frecuencia los niños tienen además de la madre biológica, a la “mamacita” de turno que papi recién divorciado presenta a los niños el fin de semana, o la “madrecita” con que suplió a la madre de sus hijos.
Hay también casos extremos, en que los niños tienen madre y madre porque a sus mamás no les gustan los señores. Así está el mundo y pues ni modo, a toda madre le corresponde un regalito: perfumes, bolsas, joyas y chocolates para las más afortunadas, para las menos aunque sea una flor.
Pero eso sí, aunque muy reinas por un día, la mayoría tenemos que aprontar comida y bebida para recibir a nuestros hijines como se merecen.
Yo, con el derecho que por sólo ese día me confiere la maternidad, les informé a mis repollos, “este año me niego a autocelebrarme”. Ante tan velada insinuación, mi repollita, -también madre ella- reunió a la familia en su parcela e hizo posible el convivio. Siete mini-repollos me cantaron: “Mamacita linda, mamacita buena/ este alegre día/ con grata emoción/ vengo aquí a decirte/ que te quiero mucho/ y a darte mi ofrenda/ en esta canción/.
Yo emocionada lloré. Hubo abrazos, besos, vino, y me obsequiaron flores. Y ahí sí que me aguanté y no lloré. Claro que hubiera preferido un Audemars Piallet de oro puro como el que Romero Deschams le regala a toda su familia y seguramente le regalaría también a su madre… si tuviera. ¡Ni modo! Ya me tocará algo así cuando el petróleo sea nuestro.
Al convivio familiar se sumaron algunos amigos y hasta las Gorgonas -tan huérfanas ellas- hicieron acto de presencia para felicitar al Querubín, su hermanito que es en esta tierra la representación de su santa madre. Eso dijeron, pero no le trajeron regalo. Todos nos multiquisimos y las altas dosis de besos que me suministraron en tan pocas horas, estuvieron a punto de provocarme un coma amoroso, algo así como cuando después de una larga sequía, una tromba provoca grave inundación.
Lástima que el amor no se puede congelar y almacenar para cuando falta. Sino que debe alimentarse cada día, para que no se extinga como se extingue cualquier planta sin agua. Menos mal que nada es para siempre y al día siguiente del multitudinario festejo, la vida -salida de madre por veinticuatro horas- retomó su cauce, y como todos los años, yo me quedé preguntándome: ¿por qué en vez de aplicarnos una sobredosis de amor una vez al año, los hijos y los maridos que si no biológicos son hijos putativos; no son un poco más acomedidos todos los días?
¿Por qué no acaban de asumir que el orden y la limpieza que tanto contribuyen a la felicidad de la familia, son responsabilidad de todos los miembros y no recae solamente sobre los hombros de mamá?
¿Por qué será que estos post modernos se sienten con derecho a la comodidad permanente y gratuita?
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