Hace casi 16 años que viene publicándose esta columna y desde un principio su línea ha sido reseñar las actividades sociales y de servicio del Club Sembradores de Torreón, ponderando a la amistad, ese sentimiento noble y bello que nos da aliento y vida. Es por eso que ahora te platicaré un hecho insólito que me aconteció hace la friolera de sesenta y siete años y medio, el día 29 de diciembre de 1940 y que afectó hondamente mis sentimientos de amistad.
Al entrar en penumbra el atardecer del día anterior, un grupo de montañistas emprendimos una larga caminata por lomas y veredas de pronunciados declives llegando casi al amanecer de ese 29 de diciembre, a una pequeña laguna llamada de Chalchoapan, campamento base para iniciar la ascensión a la Iztaccíhuatl, la Mujer Blanca, por los glaciares del Ala de Ángel, tomar por el cuello y seguir sobre la inclinada y peligrosa Arista del Sol hasta arribar al pecho, una planicie de dimensiones tales como el Zócalo capitalino.
El resto del día se nos fue en descender al campamento y tras muchas horas de constante caminar llegar a San Rafael, pueblito del Estado de México, enclavado en una de las cañadas que forma el contrafuerte de la montaña, en donde nos esperaban los automóviles que nos habían de regresar a la capital. En 24 horas de andar por esos vericuetos, no habíamos tenido contacto con persona alguna, ni con ningún medio de comunicación.
Al encontrar a los conductores de los vehículos, uno de ellos me preguntó: ¿Sabes lo que pasó en México? Le respondí: mató un toro a Alberto Balderas. ¿Cómo lo supiste? Me dijo. En ese momento caí en cuenta de mi contestación. ¿Qué me hizo aseverar sobre un hecho trágico acontecido a las cinco de la tarde a más de cincuenta kilómetros de distancia del que yo no podía tener noticia? Durante todo el tiempo que pasamos en la montaña, ningún presentimiento funesto había pasado por mi mente.
Trece años atrás, en el año de 1927 vivíamos en una vecindad marcada con el número 102 de las calles de Luis Moya en la Ciudad de México y enfrente, en el 101, en el interior de otra vecindad, vivía la familia Balderas integrada por el papá, dos hijas y cuatro hijos, entre ellos Pancho y Alberto que se iniciaban en la azarosa profesión de toreros. Todos ellos tocaban un instrumento musical, su padre el violín. La proximidad de nuestros domicilios y el trato cotidiano propició que Alberto, apuesto mozalbete de 16 años, pretendiera a mi hermana Cuquita, que a sus 14 años era ya una guapa señorita; aquella relación no llegó a más debido a que Balderas se fue a España en pos de la fama y la gloria. Sin embargo a su regreso mi hermano Félix y yo seguimos la amistad con Alberto, visitando su casa los domingos, horas antes de las corridas, para seguir el ritual de que Adolfo, su mozo de estoques, lo vistiera de torero, hasta transformarlo en un semidiós romano.
Todo eso vino a mi memoria al leer en días pasados en la sección deportiva de nuestro periódico El Siglo de Torreón, un artículo muy interesante titulado A los Toros, en cuyo contexto el Dr. Enrique Vázquez Legarreta, hace un patético relato de lo acontecido en la plaza de toros El Toro el 29 de diciembre de 1940 cuando un toro llamado Cobijero hirió de muerte a Alberto Balderas, el torero de México. La fotografía que al día siguiente salió publicada en los periódicos con la imagen de Pancho llorando sobre el cadáver de su hermano, la tengo grabada en la mente con caracteres indelebles.