En la semana que hoy empieza, hace 25 años, el mundo despertó por primera vez a una realidad que sigue siendo incuestionada: que los sistemas de seguridad más refinados sencillamente resultan ineficientes cuando se enfrentan a una persona dispuesta a morir llevando a cabo una mortífera misión. Especialmente si la motivación es religiosa.
Y es que, hasta aquella mañana de octubre en Beirut, la premisa a partir de la cual se armaba todo sistema de seguridad era que el atacante pretendía salir vivo después de la agresión o el atentado; que, como decía mi madre, no hay loco que coma lumbre; y que una defensa que por fuerza trajera como resultado la muerte del ofensor sería muy disuasiva.
Nada de eso funcionó la mañana del 23 de octubre de 1983, a las orillas del Aeropuerto Internacional de Beirut. En un edificio de cuatro pisos situado cerca de la pista se hallaban acantonadas Fuerzas Militares de los Estados Unidos, llegadas al Líbano como parte de una Fuerza Internacional de Paz, luego de que la invasión israelí a ese país árabe había complicado y agravado la Guerra Civil Libanesa. Junto a los americanos habían desembarcado fuerzas de élite francesas e italianas… si es que se puede hablar de fuerzas de élite del ejército italiano. En fin. Ésas estaban situadas en otras barracas, también en las cercanías del aeropuerto.
A las 6:20 de la mañana, una camioneta se aproximó al edificio, dio una vuelta para agarrar vuelo, y se llevó de corbata las exiguas barreras montadas con alambre de púas. Antes de que los sorprendidos guardias pudieran reaccionar, la camioneta se metió hasta el lobby del edificio, y ahí el chofer hizo detonar los explosivos que atiborraban el vehículo: más de cinco toneladas de TNT, quizá “realzadas” con algunos tanques de gas casero para mayor efecto. El edificio entero se colapsó, cada piso sobre el de abajo. Estados Unidos perdió 241 elementos, casi todos ellos Marines, casi todos muertos mientras dormían. La peor cifra de bajas mortales en un día para la Infantería de Marina desde Iwo Jima. Y sí, eso incluye Vietnam.
Dos minutos más tarde, otro bombardero suicida se introdujo al estacionamiento subterráneo de las barracas de los franceses e hizo lo propio; el saldo: 58 paracaidistas muertos. De nuevo, el peor día para los irreductibles galos desde la Guerra de Algeria. Algunos dicen que la mortandad fue menor porque muchos soldados franceses se hallaban en los balcones, observando la humareda del primer ataque, despertados por el estruendo.
Como nunca se dicen estas cosas, aquí hay que decirlo: también murió el velador del edificio de los Marines; y la mujer y los cuatro hijos del conserje del edificio de los franceses. Seis libaneses muertos por la misma furia homicida. De ésos al parecer nadie se acordó.
El atentado fue reivindicado por una organización que se hacía llamar Jihad Islámica, que en el nombre ya llevaba la fama: uno de los primeros ejemplos de terrorismo islámico dirigido contra blancos occidentales. Algunos analistas insisten en que el verdadero autor fue el grupo Hezbollah, pese a que esta organización no proclamó su nacimiento sino dos años más tarde. También se sospechó de Irán, pero nunca se pudo probar ninguna liga entre los atentados y el gobierno de los Ayathollas.
Por lo fantasmal de la autoría, la respuesta occidental fue tibia… y estamos siendo generosos. Los franceses bombardearon a lo loco posiciones supuestamente ocupadas por Guardias Islámicos Revolucionarios iraníes en el valle del Bekka. Y los Estados Unidos ni las manitas metieron. Cinco meses después, los Marines evacuaban definitivamente el Líbano. Serían seguidos por sus cachanchanes italianos y galos. La Guerra Civil Libanesa continuaría durante otros seis largos y sangrientos años.
A lo que se habían enfrentado las fuerzas occidentales era a un nuevo tipo de agresión, ante la cual las defensas convencionales resultaban ciertamente inadecuadas. Y que, como se ha demostrado a lo largo de los siguientes lustros, puede tener diversas variantes: desde los pilotos que estrellan aviones en edificios, hasta aquellos que, portando un chaleco explosivo, se hacen detonar en medio de una multitud. Todos ellos tienen en común su creencia de que como mártires les espera el paraíso; y la mayoría (no todos) pertenece a grupos marginados, sin futuro ni esperanzas de tener una vida terrenal medianamente llevadera o satisfactoria. Con esa combinación de factores, incluso los mecanismos de autopreservación parecen ser anulados. Así, el agresor no puede ser matado, porque ya está muerto de antemano: él lo escogió así.
Por supuesto, no se trata de los primeros guerreros suicidas de la historia. A lo largo de los siglos han aparecido grupos de individuos dispuestos a intercambiar su muerte por la del enemigo. Famosos en ese sentido fueron los miembros de una secta que operaba en Oriente Medio en siglo XIII; los cuales, drogados hasta las cejas con hashish, no dudaban en matar a quien se les había asignado, sin cuidado de la propia vida. Se les llamaba hashishini De ahí proviene, precisamente, la palabra “asesino”.
El Japón de la Segunda Guerra Mundial hizo del ataque suicida si no un arte, sí un oficio. Los soldados nipones, feamente superados en número, armamento, capacidad de fuego, provisiones y hasta ropa interior, se lanzaban en oleadas en contra de los americanos, blandiendo sables o sartenes y gritando “Banzai”. Por supuesto, no lograban gran cosa, excepto conseguir que los mataran más expeditamente. Rendirse estaba fuera de discusión: sería una deshonra, una traición para el Emperador… un señor que permitía que continuara una guerra que Japón tenía perdida desde, al menos, el otoño de 1942.
La cumbre de ese pensamiento fueron los pilotos suicidas Kamikaze, que como muestra de valor, desesperación o simple y ciega estupidez empezaron a lanzarse contra los barcos norteamericanos durante la reconquista de las Filipinas, en 1944. Como ejemplo de valor, desesperación, etcétera, pasaron a la mitología moderna. Como armas fueron bastante ineficientes. Ciertamente docenas de kamikazes se estrellaron en navíos norteamericanos. Pero el efecto sobre el esfuerzo de guerra norteamericano fue mínimo.
Durante la Ofensiva del Tet de 1968, comandos suicidas del Vietcong se metieron hasta la cocina de la Embajada norteamericana en Saigón. Aunque fueron prestamente liquidados, el suceso causó un shock en los Estados Unidos. Si se está ganando esa guerra, como dice el Gobierno, ¿cómo es que se está peleando contra el enemigo en el corazón mismo del poder norteamericano en Indochina? Por su valor propagandístico, esos suicidas fueron más eficaces que toda un escuadrón de kamikazes.
Ahora, bien lo sabemos, las cosas son algo distintas: el poder destructivo es superior; los blancos no son necesariamente militares; y la motivación nos resulta tan extraña que se vuelve incomprensible. Y es difícil defenderse de lo que no se entiende. Y así siguen las cosas desde hace 25 años.
Consejo no pedido para hacerse el hara kiri si Sven Goran sale con domingo siete: Vea “El Paraíso ahora” (Paradise now, 2005) de Hany Abu-Assad, sobre dos amigos que son reclutados para un atentado suicida en Tel Aviv. Agridulce. Provecho.
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