EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Años, engaños y desengaños

Adela Celorio

Las indicaciones que recibí en mi correo electrónico eran precisas: “Llevar huevos podridos para arrojarlos –simbólicamente- a los seis ministros de la Corte que contra toda evidencia expidieron certificado de inocencia al gober asqueroso”.

No conseguí huevos podridos, pero armada con los que encontré en mi despensa ocultos en la cajuelita de mi flamante “Colorina”; me dirigí a la Glorieta del Ángel donde debía comenzar la manifestación de repudio a los cortesanos y en apoyo a Lydia Cacho. La avenida Reforma bloqueada por patrulleros, algunas calles rotas y yo desbrujulada; después de un rato de manejar a la deriva encallé frente al Palacio de Bellas Artes.

Con la flexibilidad que impone esta capital, me olvidé de los cortesanos y me colé en el Palacio para unirme al homenaje luctuoso que esa mañana se rendía a Don Andrés Henestrosa. “Si no puedo ser inmortal por mis obras, tengo que serlo por mi vida”, dijo al cumplir cien años; y casi lo logra ya que nacido en 1906, se mantuvo del lado de la vida, del amor, de la lucidez y de las letras durante poco más de ciento un años. Más de un siglo en el que formó una pequeña, pero sólida familia con Alfa (esa gran mujer ni tan detrás del gran hombre, ya que nacida en Juchitán a principios del siglo pasado, se las arregló para -siendo provinciana y mujer- conseguir el título de doctora en medicina y encauzar por los mejores rumbos la vida de su familia y de Don Andrés quien le dedica así su obra: “Para Alfa, mis manos y mis ojos en el manejo de las herramientas de escribir”.

De inquebrantable identidad zapoteca, y sin embargo un hombre universal, deja un significativo testimonio como periodista, escritor, narrador; del México del siglo XX que le tocó vivir.

Le cedo la palabra a Don Andrés: “Cuando muere un hombre, sobre todo si es joven, se apodera de mí un terror que mucho ha de tener de cosa primitiva, remota, de los días en que la muerte era cosa sobrenatural. Es mi primer impulso no dormir, temeroso de ya no despertar. Es el otro quedarme en casa, juntito a mi familia, en contacto con las cosas que me son entrañables. Cuando muere un hombre, sobro todo si a más de joven es mi amigo, lo que yo quiero es hacer el recuento de mis días, de los breves instantes de dicha y de los siglos de dolor que he vivido. Antes, cuando era joven, no era así, La muerte era para mí ajena, término de mis prójimos más no mío. Era como la certeza de que mis días iban a ser numerosos”.

Y lo fueron, vivir ciento un años no es cosa de gente del diario. Aunque marcado para siempre por una infancia de huérfano pobre, por el camino de los años Don Andrés optó por el hedonismo. Era gozoso, sensual, amante de la buena comida, la música y el vino siempre compartido con generosidad y en amistad. Ahí queda Cibeles, llamada así porque en su primera visita a Madrid, la bellísima fuente de ese nombre deslumbró a Don Andrés. Queda su hija y su yerno; zapotecas todos de nacimiento y de corazón. Quedan también sus nietas que alguna vez fueron compañeras de colegio de mis niñas y que hoy, despiden a su tata, cantando La Martiniana que él mismo escribió: “Niña cuando yo muera/ no llores sobre mi tumba/ canta sones alegres mi niña/ cántame la Zandunga.

(Para esta nota he tomado prestado el título de las memorias de Don Andrés que próximamente serán publicadas). Por cierto, me olvidé por completo de la manifestación contra el gober asqueroso hasta que el olor a podrido delató los huevos olvidados y rotos en la cajuelita de mi Colorina.

adelace2@prodigy.net.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 327364

elsiglo.mx