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Antiguallas autoritarias

PLAZA PÚBLICA

Miguel Ángel Granados Chapa

Dos muchachos que el viernes pasado acudieron a Palacio Nacional a recibir el Premio A La Juventud fueron retenidos unos noventa minutos por el Estado Mayor Presidencial porque profirieron gritos que alguien en ese cuerpo juzgó ofensivos al presidente Calderón. La detención obedeció a un impulso autoritario, a una decisión impensada, a un acto disciplinario instintivo. Luego ya se vio qué bases jurídicas podía tener. Y se encontró justificación para el breve secuestro de los estudiantes en legislación vetusta que hubiera sido inaplicable de abrirse un procedimiento legal.

Andrés Leobardo Gómez Emilsson gritó “espurio” a Calderón mientras éste decía su discurso en la ceremonia organizada por el Instituto Mexicano de la Juventud. Marco Virgilio Jiménez, a su vez, preguntó en voz alta, en tono increpante a cuál libertad se refería el orador, implicando que no la hay. Como si buscaran confirmar que era Jiménez y no Calderón quien estaba en lo justo, es decir como si no hubiera libertad para interrumpir un discurso presidencial, como si el Ejecutivo fuera un monarca al que no cabe contrariar y ni siquiera interrumpir, sus guardias militares redujeron a los vociferantes, los recluyeron en un despacho del Palacio Nacional y luego los entregaron a la Policía que los condujo a un agencia del Ministerio Público. Se les envió allí, oficialmente, “por la probable realización de conductas que son sancionadas penal o administrativamente por la legislación vigente”.

Aunque en buena hora la prudencia se impuso y la Presidencia anunció formalmente que no presentaría cargos contra los estudiantes premiados y gritones, el Estado Mayor había hallado argumentos jurídicos para envolver el gesto disciplinario por el que atrapó a los estudiantes que expresaron en voz alta su modo de pensar. Quizá se puede atribuirles una falta de educación, una infracción a las buenas maneras, pero naturalmente la sustancia del acto que causó su detención está lejos de constituir un delito, como hubiera esgrimido la casa presidencial de empecinarse en castigar lo que, en el peor de los casos no fue más que un improperio, surgido del clima de polarización en que vive la república desde que Vicente Fox hizo desaforar sin razón a Andrés Manuel López Obrador.

El Estado mayor dijo que la conducta de los muchachos era punible conforme a la ley de imprenta y el código penal, y digna de sanción administrativa de acuerdo con la ley de cultura cívica del Distrito Federal. Es notable el tufo a viejo que despide la legislación invocada, aunque alguna parte sea de reciente vigencia.

Se citó una ley de vigencia discutible, la reglamentaria de los artículos 6 y 7 de la Constitución, emitida en fecha ya tan remota como el 12 de abril de 1917, a mitad de la vacatio legis constitucional, es decir entre el momento en que se promulgó la carta queretana (cinco de febrero) y el momento de su entrada en vigor (primero de mayo). Aunque en distintos momentos los tribunales han considerado que sus preceptos están vigentes, puede alegarse en sentido contrario que la propia Constitución la dejó fuera del marco jurídico pues quedó ubicada en la legislación preconstitucional derogada por la carta fundamental a la hora de inaugurar el nuevo régimen.

Aun si se admite la validez plena de esa norma, sus fundamentos son añejos, propios de un clima de autoritarismo en que Carranza reprimía a la prensa con los “viajes de rectificación”, consistentes en conducir por la fuerza a reporteros que daban cuenta de los acontecimientos bélicos para que se desmintieran a sí mismos e hicieran coincidir su parecer con el del Gobierno.

En la parte que nos interesa, dice el artículo tercero de esa ley (por lo menos obsoleta a sus 91 años de edad), que “constituye un ataque al orden o a la paz pública… toda manifestación o expresión maliciosa hecha públicamente por medio de …gritos… que tenga por objeto desprestigiar, ridiculizar… las instituciones fundamentales del país”, o bien que “se injurie a las autoridades del país con objeto de atraer sobre ellas el odio, desprecio o ridículo”.

¿Podría alguien sostener en serio que los interruptores del discurso presidencial se propusieron esos fines? No podrá decirse que sus expresiones en sí mismas son dañinas para la figura a la que atacan o increpan, porque se trata de un delito doloso (malicioso en la terminología de la ley de imprenta), es decir que se requiere que se busque intencionalmente generar el efecto descrito en el texto legal y no sólo expresar sonoramente una convicción.

Igualmente, ¿sería sostenible en algún tribunal de pleno derecho que los gritones deben ser procesados porque ultrajaron a Calderón? El artículo 287 del Código Penal del DF, que no proviene del porfiriato ni de la etapa armada de la Revolución y ni siquiera aparece en el texto original del código de 1931 ni siquiera define lo que es ultraje. Sí lo hacen Raúl Carrancá y Trujillo y Raúl Carrancá y Rivas al comentar un antecedente de ese texto que antaño no se refería a “una autoridad” como ahora, sino específicamente a “una de las cámaras, a un tribunal o a un jurado”. Dicen esos autores que “ultrajar es tanto como injuriar manifestado así desprecio” En mi opinión, lo más que hizo Gómez Emilsson fue calificar la condición en que juzga se halla Calderón, pero no le expresó desprecio. Y menos lo habría hecho Jiménez, quien mediante el recurso retórico de la pregunta que lleva en sí su respuesta sólo negó que hubiera libertad.

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