Hasta las pieles más oscuras y recias buscan refugio bajo la codiciada sombra de las ramas de dos o tres árboles de mango que asoman del predio vecino hacia el patio pelón donde los contribuyentes más necios, nos amotinamos los primeros días de enero para pagar el impuesto predial.
Resignados y agachones, aguantamos de pie porque las sillas de plástico son pocas y los necios muchos. Con improvisados abanicos de periódico aireamos las caras perladas de sudor mientras resistimos en fila, hasta que tocando la espalda frente a nosotros preguntamos: ¿me guarda mi lugar?; antes de salir a buscar lo que en ese momento justifica como nunca el nombre de refresco.
Si usted es como yo, gentecilla del diario sin un chalán a quién mandar a hacer sus trámites burocráticos, y tiene la loca pretensión de ser un contribuyente cumplido, al menos en la oficina de recaudación tributaria de Acapulco le esperan algunas horas de holocausto antes de alcanzar la meta anhelada que es la mesilla donde un burócrata en pleno disfrute de su pequeño poder, recibirá con asco sus documentos y los revisará detenidamente para asegurarse de que algo les falta.
De no ser así, frustrado y malmodiento le dará una ficha para que espere durante dos o tres horas más, su turno para pagar. Excepto por el calor, no es muy diferente la experiencia en cualquier oficina de Gobierno del país.
Hijos de la mala vida, asumimos desde chiquillos el régimen de ajo y agua (a joderse y a aguantarse) “Y si no le gusta, ¡hágale como quiera!”
Ésa es la cultura que introyectamos desde chiquillos, apretujados en aulas insuficientes con profesores desmotivados y mediocres. Crecidos con la autoestima por los suelos aceptamos como si no existieran otras formas de hacer las cosas; que en cualquier oficina o institución pública se nos dé trato de pedigüeños en vez de ofrecernos los servicios eficientes y respetuosos a los que tenemos derecho.
Que las calles estén sucias, las banquetas rotas, las fachadas grafiteadas. De ahí que resulte natural echarse el taco y el “chesco” parados en cualquier charco, transportarnos sin chistar en un Metro impredecible y en autobuses conducidos por choferes que manejan como experimentados carpinteros.
De ahí que asumamos humildemente nuestra orfandad de peatones a merced de vehículos en estampida. De ahí, la impotencia y la resignación con que aceptamos a tanto delincuente que amparado por un puesto político, ostenta frente a nosotros groseramente su impunidad.
De ahí el caldo propicio para que el trabajador acepte resignado que líderes corruptos se monten sobre sus hombros sin que nadie se atreva a bajarlos. De ahí también la genuflexión con que damos la mano sin asco a reconocidos estafadores, ex presidentes y sus familias que nos han esquilmado y que hoy, convertidos en socialités; sonríen desde las páginas de periódicos y revistas como prueba fehaciente de que “la tranza sí avanza”.
Ante tan exitosos ejemplos; copiar en los exámenes, pasar el billetito bajo mano para corromper, o comprar mercancía “pirata”, son apenas insignificantes chapuzas. “¿Qué le pide al año que comienza?” “Seguir ocupándome de la cultura como lo he hecho hasta ahora”, responde la rubia dama cuyo marido, acusado de un gran fraude, anda huido de la justicia desde hace varios años.
Pues sí, en damas tan ejemplares se apuntala nuestra cultura. Pero no me hagan caso, seguramente estoy delirando de furia por las cinco horas de sufrimiento que me costó pagar el predial. Porque después de todo; como dijo el ministro Aguirre refiriéndose a Lydia Cacho: “Si a miles de personas las torturan en este país, ¿de qué se queja la señora?”
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