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-Borrachita, me voy/hacia la capital... -Pus sí, pero ¿pus cuál?

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Una de las tantas anomalías que presenta este país es el ser uno de los pocos en este planeta que tiene nombre de ciudad. Lo cual ilustra de manera tajante la importancia que la capital ha tenido tradicionalmente en la evolución del Estado y la nación mexicanos: no sólo lo ha sido desde tiempos de Acamapixtli; sino que además concentra los Poderes de la Unión, buena parte de la economía (así sea porque fiscalmente se ubican ahí las oficinas de las mayores empresas, no porque produzca mucho), las principales manifestaciones culturales y, con su zona metropolitana, una quinta parte de la población. Semejante megacefalia ha hecho de ese entorno una de las urbes más contaminadas, inseguras, caóticas, neuróticas e invivibles del mundo. Y a los provincianos nos ha impuesto un aplastante centralismo que de la ineficiencia hace virtud; y la eterna y detestable soberbia de quienes creen ser los únicos en tener luz eléctrica al sur del río Bravo. Eso sí, el América es hoy en día una vergüenza y el Santos está en segundo lugar de la tabla general. O sea: pa’ lo que les sirve.

La excesiva concentración de poderes políticos, económicos y fácticos (ahora que está de moda el conceptejo) ha generado en ciertos momentos la propuesta de instalar la capital en otra parte. O, de perdido, mover algunas secretarías de Estado. ¿Qué hace la Secretaría de Marina a 2,200 metros sobre el nivel del mar y a 350 kilómetros de Veracruz? ¿Y la Secretaría de Agricultura en un valle donde las únicas plantas crecen en camellones y jardineras?

La cuestión es: ¿adónde desplazar los Poderes de la Unión? La opción típica, por simples criterios geográficos, sería El Bajío. O si se quiere ser de plano preciso, en el mero Aguascalientes, el verdadero ombligo de la República, en donde hay un obelisco que marca el centro exacto del país. Los problemas para realizar este desplazamiento serían múltiples e inmensos: nuestros políticos se niegan a respirar aire puro, dado que ello pondría en evidencia lo poco oxigenada que han tenido la corteza cerebral a lo largo de su vida; los mexicanos todos nos sentiríamos entre confusos y angustiados a la hora de decir “Silao, Distrito Federal”; y claro, ninguna ciudad se muere por hospedar a esa pandilla de ladrones, cínicos, ignorantes y patanes que constituyen el Honorable (¡Juar, juar, juar!) Congreso de la Unión. Así pues, se antoja remoto el que la Ciudad de México deje de ser la capital.

Los brasileños hicieron de tripas corazón hace casi cincuenta años y, para desconcentrar la densamente poblada franja costera sudoriental, y promover la apertura y colonización de los inmensos espacios vírgenes de la Amazonia, movieron la capital desde la jacarandosa Río de Janeiro a una llanura rodeada de selva y moscos, equidistante entre la costa y el Amazonas. Ahí construyeron una ciudad a la medida, llamada Brasilia. Que, según se quejan sus habitantes, es de una monotonía apabullante, está hecha para automóviles y no para peatones, y después de décadas sigue sin tener carácter ni color local. Los objetivos para los que fue creada han sido alcanzados de manera desigual: la Amazonia ha sido sometida a una depauperación atroz debido a la emigración; y la costa sigue sin despoblarse: en una década, São Paulo será la megalópolis con más habitantes del planeta, con unos 36 millones de ellos. ¡Imagínense darle servicios y seguridad a ese gentío! ¡Y con la mitad de ellos jugando futbolito en la calle! ¡Y casi todos creyéndose Ronaldinho! Una auténtica pesadilla urbana.

Algunos países han tomado el ejemplo, desplazando sus capitales a lugares más céntricos para promover (en teoría) un desarrollo más armónico entre las regiones; y para restarle importancia a la que tradicionalmente ha sido la urbe más chipocluda… y así minar las bases de ciertos grupos de poder. No se crean, si todo está fríamente calculado.

Así, Nigeria movió la capital desde Lagos, un puerto supersucio que presenta los peores embotellamientos de tránsito del mundo, situado en el sur cristiano del país, hacia el interior, más cerca del norte musulmán. ¿La nueva capital? Se llama Abuja. Que a mí me suena a avena instantánea, pero ésos son prejuicios míos.

Nuestro vecino Belice también trasladó la capital al interior, fundando una nueva población, Belmopan, por la mejor de las razones: cada cinco años Belize City era arrasada por los huracanes. Y eso de andar reconstruyendo capitales a cada rato (así sean del tamaño de Lerdo) resulta bastante engorroso.

Algo así hizo Tanzania: su centro neurálgico tradicional, Dar Es Salaam, históricamente uno de los puertos más activos de África Oriental, pasó a ser solamente la capital administrativa. La capital legislativa, o sea donde se reúnen las ratas del Kilimanjaro de por allá, se localiza tierra adentro, en Dodoma. O sea que Tanzania tiene una capital administrativa y otra legislativa, dado que unos poderes están en una ciudad, y otros en otra.

¿Y saben qué? No es el único ejemplo. Aquí en América tenemos el caso de Bolivia: La Paz es la sede del Ejecutivo, y Sucre la del Poder Judicial. Qué tanto ayuda eso a los bolivianos, francamente está por verse. De cualquier manera, para el caso que le hace Evo Morales a las leyes y el sentido común…

Caso semejante se presenta en Costa de Marfil, país de África Occidental que insiste en ser llamado por su nombre en francés, Cote d’Ivoire. Este país se distingue por tres cosas: ser el principal exportador de cocoa; contener el mayor templo católico del mundo, que es dos metros más largo que San Pedro en Roma por órdenes de su longevo dictador, Félix Houphouët-Boigny (el cual, con tal de entrar al Libro Guiness, era capaz de cualquier babosada… sí, como Marcelo Ebrard); y el tener dos capitales: la administrativa, Abidján, que fue la que nos aprendimos en primaria y se halla en la costa; y Yamoussoukro, en el interior, que es la capital legislativa.

Peor está Sudáfrica: la sede del Mundial 2010 (en donde Hugo conquistará la Copa nomás porque ya lo dijo, ¡macho!) tiene tres capitales: la administrativa que es Pretoria; la judicial que es Bloemfontein; y la legislativa que es Ciudad del Cabo. Qué ganas de hacerse la vida difícil…

Kazajistán, el noveno país más grande del mundo, tenía una característica desconcertante: pese a su enorme extensión, su capital (llamada Alma Ata en tiempos soviéticos, hoy Almaty, otra manía) se hallaba en una esquinita de ese territorio… a unos kilómetros de la frontera con Kirguistán. Hagan de cuenta que la capital de México fuera Tapachula. Para remediar tan enfadosa situación, desde 1997 la capital kazaja es Astana, mucho más al norte y al centro. Claro, eso no les ha evitado las vergüenzas pavorosas de Borat…

Los bolcheviques, esos eternos enemigos de lo bello, no se sentían a gusto en San Petesburgo, por más que esa hermosísima ciudad hubiera cambiado su solariego nombre al espantoso de Petrogrado. Y por eso movieron la capital a Moscú. Algo así como cambalachear a Keira Knightley por Elba Esther.

Y ya no hablemos de los cambios de nombre de las capitales. Fenómeno que, como decíamos, en las últimas tres décadas se ha vuelto una manía más o menos prevalente. La de Mozambique se llamaba Lourenco Márquez y luego adoptó el horrendo apelativo de Maputo. Zimbabwe transformó el muy británico nombre de Salisbury en el muy africano (suponemos) de Harare. Fort Lamy, capital de Chad en nuestra infancia, se convirtió en la impronunciable N’Dajema. Leopoldville fue la capital del Congo hasta que al dictador Mobutu Sese Seko se le ocurrió rebautizarla Kinshasa. Y la lista sigue y sigue, cual conejo de Energizer.

La cuestión es que, siendo el mundo tan confuso, ¿por qué fomentar el desorden cambiando de lugar o de nombre las capitales? ¿O será una treta para despistar al enemigo? Quizá Colombia debería mover la capital a alguna aldea de las controladas por las FARC. Así, si Hugo Chávez da la orden de bombardear la sede de los poderes colombianos… sí, quizá sea tan bruto como para hacerlo. Quede como asesoría gratuita.

Consejo no pedido para ganarse unas vacaciones gratuitas en Damasco (la capital más antigua aún habitada: más de cinco mil años): Lea “The poisonwood Bible”, de Barbara Kingsolver (no sé si ya haya traducción al español; yo supondría que sí), genial novela sobre las cuitas del África tutelada por los blancos. Provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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