Comúnmente mi mente viaja por lugares conocidos. Lugares con significancia cuyo recuerdo reconforta. Remanso breve para el ahora, bocanada de aire, reposo al trajín cotidiano. En el jardín botánico del templo de Santo Domingo, caminar quietamente entre pasillos soleados; entre los oscuros lienzos del Rothko Chappel, sentarme en silencio; por el parque Saavedra en Buenos Aires, bajo los árboles de siempre. Recuerdo ahora el pequeño refugio de una montaña de hace algunos años.
Los recuerdos —además, cuando coexisten con las obsesiones, convierten esos sitios en destinos obligados; lugares a los que se debe regresar. Me explicaré: la afición por la colección de cámaras fotográficas, la búsqueda de juguetes ópticos, me ha llevado por distintos recovecos. La premisa es sencilla: cualquier asentamiento humano tiene una cámara abandonada en espera de que alguien la encuentre, la aprecie y la rescate. Obviamente hay más probabilidades de encontrar algo en Nueva York, por ejemplo, o en París, sitios donde la fotografía creció en importancia, mas esa Mamyia RB67 que encontré en Colima hace años en un clóset, sirve para confirmar la premisa. Desde entonces busco donde sea.
Lo anterior viene a cuento porque ahora estoy en Ciudad Juárez, y porque hace algunos años en El Paso, al fondo de una tienda, arrumbada entre cajas, casi obscura, olvidada, encontré una Kodak Stereo Camera, toda ella impecable. Aquel día sólo revisé el funcionamiento de ese aparato exquisito, marchándome sin él después de preguntar el precio. Esa acción de abandono obligó a que mis recuerdos futuros transitaran por una calle soleada, la pequeña acera, la tienda casi caída, el pasillo incómodo, el fondo oscuro de cajas olvidadas, el estuche impoluto color café de la Kodak Stereo que nunca compré. El día de hoy fui por fin a buscarla.
Obviamente con la incertidumbre del pasar del tiempo, algún comprador adelantado, pero más que eso las dudas sobre la ubicación de ese lugar mal memorizado, el recuerdo borroso, cruzar el puente y caminar rumbo al edificio del Wells Fargo, creo, pero aparte de eso no tenía mucho más; la visión borrosa de una tienda, un pasillo oscuro, una cámara vieja al fondo, era todo. Mas la suerte requerida empezó en la calle al levantar el dedo, cuando el repartidor de aguas Purificación de un jalón me llevó al Centro oyendo corridos y platicando de crímenes.
De allí en adelante se concatena coincidencia y buena suerte. Un hierbero grita a viva voz justo mi diagnóstico, personas que se le hinchan las rodillas, los tobillos y los dedos, que caminan y les duelen las articulaciones, así que le compro unas pomadas. El antojo de algo autóctono es el caldo de labio de vaca blandito, y una chilaca rellena. Incluso el cruce del puente ocurrió sin los vientos comunes por estos lares en diciembre.
Me tocó salir ileso de las burocracias fronterizas tan absurdas, de esa seguridad paranoica tan aberrante. No había razón de que fuera distinto, por aquello de los papeles en regla, pero aún así no pude salvarme de una larga fila, y de ponerle la jeta de “decente” a un oficial cuyo trabajo en escancia despreciamos por absurdo. Pero el caso es que ya en el otro lado volví a raspar la suela como el que más, preguntando por bazares, tiendas de viejo, hasta que una señora me dijo… mira m’ijo, aquí en la avenida dale vuelta a la derecha, y son unos tres o cuatro blockes, no sé… pero se mira, tal vez allí es donde vas.
Lo demás son detalles de un recuerdo convertido en realidad. Reconocí la fachada del Dave’s Loan y su escultura de Elvis en el aparador. Recordé el pequeño objeto de la vitrina, el dedo pistolero de Pancho Villa, que al parecer el capitán exvillista Emil L. Holmclahl había exhumado de la tumba para un millonario excéntrico de Chicago, el larguirucho dedo momificado de gatillero con uña casi arrancada. Y más que eso el pasillo obscuro, las cajas arrumbadas, y ninguna pista de la cámara buscada. Algunas preguntas ambiguas, por aquello de precios inflexibles para el ansioso, me condujeron al fondo, a una tarima con jarrones, una caja y adentro por fin la cámara; parecía igual de vieja aunque no lo era. Salí con ella a la calle de nuevo ya oscureciendo. Platiqué con un par de ancianos, marchándome solitario calle abajo. En búsqueda de nuevos recuerdos.
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